Como siempre
Cruzó la avenida sin mirar a los lados, como acostumbraba desde hacía años y se enfrentó a la puerta de vidrio con letras doradas, borrosas de tiempo y mugre. Desde dentro, salía a borbotones el sonido de la cafetera mezclado con el timbre agudo de la voz del tango.
Empujó el cristal con el mango del paraguas y entró. Una bocanada de aire frío lo impulsó al interior haciendo sonar las campanas del dintel. Desde la mesa del fondo, los mismo ojos lo observaron colgando el sombrero y esperaron hasta que él los mirara. Luego, la doble inclinación de cabeza y la esquiva atención al periódico de la tarde. Lo único que verdaderamente había cambiado, a lo largo de los años, era el titular de la última página, aunque solo fuera por una conjunción, los últimos goles de la temporada o el número de parados. El hombre llegaba antes que él y se iba después, si es que lo hacía, y siempre, cuando entraba al café, entre los dos surgía el mismo rito sin palabras.
Acomodó los libros sobre la mesa y se sentó. Desde la silla podía verlo, inmerso entre las páginas, casi sin moverlas, y ver el tráfico más allá de la vidriera, imaginando el ronquido sordo del que había salido, para fundirse en ese calor uterino del café esquinero.
El reloj de pared mostraba tres minutos después de las cinco. Ella no estaba en el lugar, nunca había llegado a una cita a tiempo, porque le gustaba ver, en el lapso que había desde la puerta de vidrio hasta su mesa, los contrastes de la luz atravesando el humo que lo envolvía, o por lo menos eso le había dicho. El humo del cigarrillo debía tardar unos 20 minutos en acumularse en su entorno, aunque lo más probable era que solo fueran deseos de hacerse esperar o de acumular impaciencias. Lo cierto es que se reprochó, como otras veces, el ser puntual.
Su voz, al otro lado de la línea telefónica, lo había sorprendido una tarde de hacía dos semanas, mientras perseguía con la mirada las motas de polvo del único rayo de luz que lograba entrar por la ventana del noveno piso del edificio de la editora, en el centro financiero de la ciudad, y, si bien había notado una tenue ruptura en el timbre cálido de esas palabras, no se dio realmente cuenta de que habían pasado 13 años hasta que cerró la bocina. La llamada duró apenas lo suficiente para repetir la sugerencia -casi una orden- de verse en el lugar de siempre, a la hora acostumbrada; luego, el corte seco y la misma necesidad incontenible, urgente, de sentir el cilindro de papel entre sus labios y el calor penetrando por la boca, hacia su esencia. Había prendido un cigarro y quizá el humo contribuyó, con sus formas rumbo al cielo raso, a que su figura volviera a implantarse en su mente, como es necesidad de fumar. Al fin y al cabo, había dejado la costumbre el mismo instante en que ella decidió irse y ahora, que decidía volver, volvía a necesitarlo.
Elvapor del café colocado frente a él lo devolvió a la mesa del "Versalles". Cinco y diez. El hombre del periódico cambió de página y, antes de volver a la lectura, lo miró de nuevo, como siempre.
¿Qué diría?, ¿comenzaría por una pregunta o permanecería callada, esperando que él inicie el diálogo suspendido años antes? Aunque cerraba los ojos, con todas sus fuerzas, como cuando era niño y deseaba que su madre estuviera en casa a su regreso de la escuela, no podía lograr que su imagen registrara los cambios que debieron producir los otoños sin verse, ni percibir el lógico desgaste del brillo de sus ojos negros; sus repetidos ensayos, durante las últimas noches insomnes, no modificaban la frescura de esas manos cambiando las flores del jarrón de la mesa o el aroma a canela dulce de su melena a los hombros. Pero había pasado el tiempo, el rostro del otro lado del espejo se lo susurraba al oído todas las mañanas y esa era otra prueba de las vueltas del reloj: él mismo había pasado del grito juvenil al suave murmullo de los años.
Tomó de la mesa uno de los libros, quizá la lectura podría controlar los pensamientos y la sensación de incertidumbre, que se la había vuelto a presentar a la altura del estómago, como otras veces cuando la esperaba. Pero recorría las letras impresas como un tren recorriendo un paisaje sin matices, sin dejar huellas, como si las palabras cayeran en un hoyo seco y sin fondo, sin soltar siquiera el más leve eco; sin embargo, sabía que no importaba, ya conocía el vértigo del vacío de los minutos antes de que ese cuerpo llenara el espacio.
Las campanas de la puerta sonaron de pronto y el rumor callejero ocultó del todo el agudo del tango. NO levantó la vista, aunque escuchó el lento golpeteo de los zapatos de tacón en la madera del piso... uno, dos, tres, cuatro... y una pausa. Ella se había detenido para contemplarlo desde más cerca, como acostumbraba. No necesitaba verla pues llevaba esos movimientos, impresos a fuego, en el interior de los párpados... cinco, seis, siete, ocho, nueve... otro silencio. Ahora sus dedos estarían moviéndose en el interior de la pequeña cartera, buscando el relojito de pulsera que nunca llevaba puesto, lo miraría y sonreiría... diez, once, doce, trece, catorce, quince... apoyaría las puntas de los dedos en el borde de la mesa y... "Tornasol, tornasol y verdes ¿son 20 minutos no?" -la voz cálida retumbó en su cabeza, como siempre. Sin mirarla, abrió la boca para responder... pero calló.
-"Hoy el humo está menos denso" -escuchó que decía, mientras apoyaba la cartera junto a los libros. -"O quizá fumaste menos...".
-"Lo dejé hace años" -se escuchó decir sin apartar los ojos de las páginas. -"Trece, exactamente".
-"¿En serio?... no lo sabía".
Cuando levantó los ojos pudo verla, ceñida por la falda roja de tablas y la blusa de lana gris, una cinta carmesí aprisionaba la canela dulce. No parecía tener la intención de sentarse, quizá solo había ido para comprobar que las cosas seguían como antes, que le bastaba un suspiro para que él acudiera, y la idea de comenzar todo de nuevo lo recorrió, como un temblor, enfriando el aire cálido del local.
-"No me mires así" -dijo, sin quitar la sonrisa. -"Siempre supimos que tendría que venir a verte ¿verdad?".
Al momento de sentir el contacto en sus labios no pudo, siquiera, parpadear. Luego la vio girar y su silueta alejándose a contra luz, oscureció levemente, la atmósfera del café. El sonido de la ciudad invadió todo de nuevo, para sucumbir, segundos después, a los pies del bandoneón.
Se levantó lentamente. El puntero comenzaba a dar su séptima vuelta de la tarde cuando tomó los libros de la mesa y pagó. Mientras se calzaba el sombrero pudo ver cómo, desde el fondo, la mirada se demoró uno segundos más de lo habitual, en señal de despedida, para volver a las páginas del diario, y el ronquido sordo invadió sus oídos al cerrar, tras de sí, la puerta vidriera del "Versalles".
Mientras cruzaba la avenida, supo que esa era la última vez que desandaría ese camino. Seguramente pocas horas después, los colores cederían espacio al negro y el frío se haría constante. La voz susurrante de los años le habló a hora desacostumbrada: "... otra vez se lo llevó todo..." -se dijo y una mueca obtusa le atravesó el rostro. -"...Como siempre...".
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