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¿No va asustarme, no?, preguntó la niña a su tío, el cuentista. No, no tendrás pesadillas, le respondió, para luego contarle un bello cuento que la hizo quedarse dormida. El cuentista apagó las luces del cuarto de la niña, y luego, se fue hacia su cuarto. Tenía que hacer. Apagó las luces del cuarto y se puso a laborar, a soñar despierto. Ya correteaba por las telarañas de los pensamientos, por los pasillos de la memoria cuando empezó a vislumbrar imágenes que parecían llover sobre una especie de rueda con rayos finísimos que giraba sin parar, moviéndose todo hacia un espacio en donde chocaban encuentros, sentimientos contra los anhelos, el miedo contra el valor, la dualidad en todo el universo…

Un grito de otro espacio detuvo todo movimiento, todo cuanto recordaba el cuentista se hizo humo, disolviéndose entre la oscuridad y las infinitas murmuraciones que aún se escuchaba… Algo le empezó a suceder. Se vio desde una altura denodada, dentro de un círculo de abstractas líneas blancas. Lentamente todo se hizo claro, enmarcado entre brumas grises; lentamente el cuentista se sintió liberado de todo pasado, sin pensamientos ni dolores ni penas. Un grito volvió a sonar en aquella nueva claridad. Levantó su atención, sacudió su sopor, quizá, y vio frente a él un rostro amplio, gigantesco, una cara tan grande como la panza de un elefante, de piel gruesa y áspera, párpados cerrados y sin vellos, y boca y labios oscuros como un cuero seboso. No veía más que el rostro de aquello cuando notó que a su lado revoloteaban entes silenciosos, como nubes caprichosas, mirándole, murmurándole con mucha atención… ¡¿Ya llegaste?! Escuchó el cuentista. Miró al rostro gigantesco cuando todo se hizo claro, y notó que estaba en una sala llena de relojes. Los había antiguos, modernos, con agujas, sin ellas, con números romanos, números, números, con pájaros cu cu, con manecillas, etc., pero ni uno se movía ni sonaba su ti tac, tic tac… Vio las paredes llenas de cuadros, pinturas y todas ellas en movimiento constante, animadas como un sueño, y cada una de ellos, le observaban. Vio libros preciosos, de lomos de cuero, con nombres en latín, en griego, en idiomas extraños, descomunales, y todos parecían colgarse de la parte superior de la sala, flotando como el humo de las ideas… Y de cada uno de ellos brotaban murmullos. ¡¿Ya estás listo?!, volvió a escuchar y notó que la voz provenía del rostro gigantesco… Se acercó un poco y advirtió que este ser se paraba bajo sus dos piernecillas. Era un duendecillo, no más grande que los relojes, pero su presencia apagaba las de los demás. El cuentista se acercó. Trató de acercarse un poco más pero no pudo. Una fuerza como la gravedad del plomo se lo impedía. El crisol, le dijo el enano, y vio que todos en aquel espacio asentían y repetían: ¡El crisol, el crisol, el crisol!, como si fuera el eco de un abismo… En cuentista dejó de acercarse al enano y buscó el crisol. Allí está, pensó el cuentista dejándose llevar por un impulso. Frente a él, sobre una ruma de leños, estaba una cacerola dorada. Se acercó y buscó un cerillo. ¡Escupe!, le gritó el duendecillo. Escupió y percibió que de sus labios brotaban chispas de fuego, tal como un dragón. Los leños se volvieron una fogata, y el crisol ardió, se hizo brillante y el cuentista se sintió atraído como una mosca por el brillo de este crisol. Yo primero, escuchó. Todas las letras de los libros empezaron a volar como murciélagos hasta meterse dentro del crisol, luego, entraron las imágenes de los cuadros, los murmullos empezaron a entrar como lombrices blanquecinas en la olla, y todos lo hacían con gran alegría, con un placer natural… De pronto, el duendecillo se acercó con un palo de plata y empezó a mover toda la olla. Despacio, muy despacio…, repetía el enano. Este dejó de mover sus manos e invitó al cuentista a mover el crisol. Apenas tocó el palo de plata, todos los relojes comenzaron a girar, a sonar su constante tic tac, tica tac... ¡El tiempo, ya se acerca el tiempo!, gritó el duende. El cuentista apuró sus movimiento y se acercó a ver la olla, y vio como el humo de aquello se esparcía por todas partes, buscando en especial, el sonido de todos los relojes… Y cuando todo estuvo por terminado. El brillo del crisol empezó a brillar más y más, haciendo que todos los seres de aquel lugar empezaran a entrar en la oscuridad de la inconciencia… El cuentista no pudo resistir aquel fulgor y entró en la olla, haciéndose uno con todos los sueños…

El canto de las aves le llegaron como el nuevo alborear. El cuentista empezó abrir los ojos y vio que una mañana llegaba a su vida. Se estiró y se dispuso a levantarse. Bajó hasta la cocina y vio a su sobrina con un pedazo de papel. ¿Qué escribes?, preguntó el cuentista. Nada, respondió la niña. Esta se paró y se fue hacia su cuarto. El cuentista se acercó a la hoja y vio un dibujo. Era una olla y muchos relojes por todos lados… La cogió y se la puso bajo el brazo…

Salió a la calle con la niña de la mano. La llevaba al colegio. Luego de dejarla se fue a pasear por la ciudad. Encontró una banca cerca de un parque. Se dispuso a reposar. Ya en la banca, vio a un perro acercándosele, luego, le olisqueó. Una paloma se puso sobre el hombro. Los árboles se mecían como queriendo bailar con él. Sonrió de contento ante este cuento. De pronto escuchó una canción de un amor lejano, vivido. Se paró como impulsado por aquel sentimiento y se dispuso a retornar hacia su casa. Llegó y fue hacia el escritorio. Prendió la máquina de escribir y empezó a cocinar un cuento, un sueño mas sobre el papel que tenía bajo el brazo, el mismo dibujado por su sobrina…




San isidro, enero de 2007

Texto agregado el 11-01-2007, y leído por 266 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
11-01-2007 Se disfrutó la lectura... churruka
11-01-2007 ***** casafuerte
 
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