La Final del Campeonato
Se disputaba la final del campeonato nacional y ésta correspondía justamente al clásico de clásicos, al encuentro entre los eternos rivales nacionales, los equipos con las mayores hinchadas. Ambos cuadros estaban empatados en puntos y en diferencia de goles, el ambiente estaba en el límite, casi en su punto de ebullición. El estadio y su centenar de miles de personas eran casi un solo cántico, cien mil gritos unidos que me provocaban un efecto estéreo, o más bien surround , variando los puntos emisores del sonido de acuerdo a qué equipo era el dueño del balón.
Yo era el árbitro.
Ochenta y cinco minutos de partido, la cuenta: dos a dos. Un jugador visitante cayó estrepitosamente en el área del equipo local mientras el defensor levantaba las manos en señal de inocencia. Justo en el segundo anterior pestañé, y mi cerebro no alcanzó a recibir ninguna señal acerca de lo sucedido. Uno, dos, tres segundos, todos los jugadores me miraban, el director técnico visitante dio un paso dentro de la cancha, dispuesto a incriminarme, el entrenador local miraba hacia otro lado, el público comenzaba a impacientarse aumentando el volumen de sus gritos.
Miré a los jueces de línea, pero se veían más asustados que yo. Miré al cuarto juez, quien ni siquiera se atrevió a devolverme la mirada. Pensé en mis posibilidades, no tenía ningún tipo de pruebas ni hechos objetivos acerca de lo ocurrido, son tantas las simulaciones en este tipo de partidos que hacen imposible creer en los jugadores. Las probabilidades de acertar y de equivocarme eran exactamente las mismas, independiente de mi decisión de cobrar ese penal o no. Si lo cobraba, el público del estadio, en su mayoría hinchas del equipo local, me odiarían, poniendo en peligro hasta mi vida. Si, por el contrario, dejaba pasar la jugada y las cámaras luego mostraban que había existido una clara falta, mi carrera y mi futuro estarían arruinados. Pensé en mi familia, en un caso mi vida estaba en riesgo, mientras en el otro mi futuro (y con ello también el bienestar de mi familia) se podría ver truncado.
La espera se hizo insoportable, debía hacer algo en ese momento. Miré hacia el cielo, casi implorando por inspiración divina, y la idea se formó mágicamente en mi mente. Tomé mi cabeza con ambas manos, di un grito y caí pesadamente al pasto de la cancha.
Aún me sorprendo de mi capacidad histriónica después de revisar una y otra vez las imágenes de video. Parece una perfecta pérdida de conciencia, luego mi visión perdida en el horizonte refleja que no sabía ni dónde estaba parado. Amnesia temporal de corto plazo, producto del golpe de un proyectil, fue la sentencia del médico a cargo.
¡Vamos! Si los jugadores simulan todo el tiempo, ¿por qué yo no iba a usar esa estrategia? Además, hasta a programas de televisión me han invitado desde ese memorable encuentro.
Jota |