En el bosque de las hadas, la reina ha fallecido. Los olmos, encantados en sufrimiento, en pelusa voladora tornan sus sentimientos para hacer entender a toda la espesura la desagradable noticia.
Al otro lado de la arboleda llegan sus pelusas con la sorpresa y las encinas entienden el malestar que cohabita entre los habitantes de aquella lejana selva. Como respuesta a su tristeza, al suelo dejan caer sus bellotas para que los seres que las recojan sientan el malestar.
A media tarde llego un pequeño jabato. Olisqueando el alimento que había en el suelo, descubrió que aquellas bellotas llevaban un mensaje muy especial. La princesa de las hadas había muerto. Consternado, el animal llamó a su madre para contarle la historia.
Cuando llegó a su poblado, los ancianos jabalís se encontraban de reunión. Rodeando una hoguera, trataban los temas al respecto de la manada, mientras que las mujeres cuidaban los cachorros más allá del río que circundaba el poblado.
Apresuradamente, el pequeño recorrió la distancia que le alejaba del gran jefe de la manada en unos pocos trotes. Cuando estuvo detrás suyo, le susurró la noticia que le habían llevado las bellotas. El gran jabalí, consternado, bufó de furia y le increpó que un suceso así debía haberse tratado de una forma más seria, no siendo cuchicheado a la oreja.
Avergonzado por su acción, el pequeño animal corrió a refugiarse entre las patas de su madre, mientras un tropel de jabalíes se disponía a partir en busca del rey de las hadas.
Mientras, la arboleda donde albergaban las hoy tristes ninfas, tenía un aspecto somnoliento, falto de alegría, tan diferente a lo que horas antes se había podido vislumbrar. En el centro de la gran selva de frondosos árboles, en un óvalo desierto, se había dispuesto la capilla ardiente de la más amada de los seres del lugar.
El pequeño santuario, construido en piedra de alabastro, de tono seco y apagado, como la arboleda ese día. Dos pilares ciclópeos cerraban el paso a todo aquel que no fuera bien recibido en el entierro de la reina. Por otro lado, como guardián infranqueable, se disponía un pequeño duende, venido de los picos del alto Yunque de Plata, más allá de la Quinta frontera. Paradójico a su tamaño, su fuerza era inmensa, como bien sabían todos los que allí se acercaban. Cualquiera que osara interrumpir la ofrenda, se vería inmerso en un mar de reproches y a la furia del pequeño ser.
Los jabalís llegaron caído el sol en el horizonte. Exhaustos por la carrera, a la cabeza de todos ellos se encontraba el jefe. Un jabalí cansado, viejo, de pelaje grisáceo, cuyo pelaje a esas horas de la tarde tornaba oscuro. Fatigado y sin casi poder articular palabra, le pidió al enano que le dejara presentar sus condolencias al rey de las hadas.
El duende le miró de arriba abajo, a sabiendas de que era uno de los elegidos para estar en aquel lugar, pero demostrando así su poderío frente al animal. Con una mirada altiva, le dijo que pasara sólo, dejando a su manada detrás.
El viejo asintió sumiso y agachando sus orejas ordenó a sus camaradas que le esperaran, porque no podían entrar.
A paso lento cruzó el umbral que le separaba del lugar santo. Con raíces y hojas se había construido un a modo de templo etéreo, donde las flores abiertas, con sus colores radiantes, daban a entender al paseante que aún siendo un lugar triste, la alegría siempre tendría que florecer.
En cuatro pasos de sus fuertes patas llegó al centro del edificio. Las paredes, antes uniforme masa de enredaderas, ahora se transformaba en un ser viviente hecho de raíces, que latía sin parar en una melodía constante que hacía languidecer al observador. La sala que había formado las paredes de parra era de pequeño tamaño, pero de una hermosura gigantesca.
En un lateral se encontraba el sepulcro de flores.
Encima, ella.
El ser más hermoso que jamás un animal como el viejo jabalí había visto. Recordó que la conocía cuando sólo era un jabato, dolorido por el dardo de un cazador. Ella le estuvo acariciando hasta que la herida sanó, con sus dulces rizos dorados cayendo entre su pelaje recio. Mientras que sus tiernos ojos verdes observaban el arañazo.
Sin duda, el ser más hermoso que jamás había visto.
Ahora, sin embargo, yacía muerta en un sepulcro de flores lloronas.
Cuando llegó a su altura pudo observar que le habían adornado con un vestido de musgo húmedo y, como diadema, le habían colocado encima de su blanquecino rostro unas hojas de parra entrelazadas.
El viejo jabalí se percató de que sus alas habían desaparecido y, en su lugar, habían depositado dos grandes hojas de palmera. Sin duda un obsequio de aquellas que habitaban el desierto lejano y que no podían llegar hasta aquí.
Una voz ronca, quejumbrosa, le suplicó que se marchara. El jabalí, volviéndose hacia su lado derecho, dilucidó la figura agazapada de un hombre que tenía la cabeza apoyada en el suelo y lloraba desconsoladamente. A su lado, una silueta acuosa intentaba en vano mitigar su dolor.
El viejo cerdo salvaje puso sus ojos ancianos en aquella figura. Notó que su cuerpo, aún sin forma, recordaba vagamente las curvas de una mujer adulta y, en sus ojos, podía distinguir fácilmente la sabiduría de la edad. Lo demás, era agua.
El hombre suplicante alzó los ojos, encontrándose con los suyos. Intentando articular palabra, el jabalí no pudo más que intentar darle sus servicios al rey de las hadas.
Pero él, no le escuchaba.
Absorto en la belleza de su perdida amada, le explicó que habían mantenido una gran sequía en aquella región que había acabado con sus alas, tejidas en finas raíces de árbol. Le dijo que día tras día, había perdido las ganas de volar. Que no podía alzar sus alas al viento y que se habían marchitado de pura tristeza.
La mano del señor de las hadas recorrió por última vez la cara de su adorada. Su fina dermis de porcelana grisácea. Las lágrimas que brotaban herían sus mejillas, formando heridas de pura rabia. ¡Qué paradoja! La sequía le había hecho desprenderse de su idolatrada y él derramaba agua que no sirve para nada en su funeral…
De repente las campanas comenzaron a tocar. El viejo jabalí, asustado por el estruendo, se preguntó de donde salían aquellos sonidos que nunca antes había escuchado. La pregunta quedó en el aire, como en el viento seguían surcando el cielo las pelusas de los olmos en busca de más almas a las que contar la mala noticia.
Medianoche y parecía de día. Resplandecía por el rostro de la fallecida. Su belleza inmortal mientras su cuerpo se pudría, encima de las flores que seguían llorando, sin encontrar consuelo en toda aquella situación. El cuerpo de ella, mientras, se seguía descomponiendo por la sequía que le había arrebatado su vida. Lo que quedaba de su existencia se fundía con las flores. Que a su vez se empezaban a marchitar. Que a su vez comenzaban a caerse al suelo. Y que pronto se convertirían en humus.
Y así, la reina de las hadas, se convertiría una vez más en su bosque. Su adorado bosque.
El señor de las hadas acarició el lugar donde antes se encontraba su esposa. Ahora, el hueco vacío, parecía mucho más tétrico.
A lo lejos se oyó llorar a las montañas.
Fuera del recinto, la nueva reina de las hadas era coronada.
Mientras, el señor de las ninfas lloraba desconsolado… |