El sueño se hacía imposible en esas noches de angustia y autoengaño.
Los sueños eran los únicos posibles, los únicos creíbles, tanto que asombraba.
Casi sin notarlo se habría convertido en un témpano de hielo,
en una piel quebradiza, en un pecho muerto de miedo.
“Quisiera beber de tu cuerpo, todo el amor que sudas con placer”
pensaba entre quieta y dormida mientras llegaba hasta cien.
El mundo giraba a su alrededor, el mundo siempre está girando.
El sol la alumbraba desde lejos, el sol nunca deja de brillar.
Sus manos se acercaban a su cara, tal como ese que no desea ver;
lloraba, gritaba y no entendía, las reglas del amor y de la vida.
Había sido suyo por un tiempo, un instante o unos años tal vez.
Un día la cambió y ella moría, quizás de furia, quizás de dolor, quizás de ira.
La suerte se cansó de estar echada y una noche de elegante fiesta,
despacio y con prisa se echó a correr.
Su cuerpo se agotó de necesitarlo, como al agua, como al sueño,
como al pan, como al recuerdo.
La risa se hizo amiga de su espalda, y cuando sus lagrimas caían
sonreía por detrás.
Mujer de doble filo y doble cara, se volvió de tanto querer y querer.
Alma de mujer de noche; mujer de carne y hueso al amanecer.
Y así fue que un día, no tuvo salidas
debía dejarlo salir en libertad.
Lo apretaba fuerte, cada vez más fuerte, hasta lastimar.
Sufría en el llanto de niños que hacían, pero debía dejarlo marchar.
Y se fue sola.
Recta caminaba, como victoriosa, como ese que descubre que la vida es juego,
como ese que aprende las reglas y sin saber el fin comienza a jugar.
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