Crónicas de una Sentencia Ejecutada
Siempre había sabido cuándo detenerme, cuándo el daño era exactamente el que yo buscaba, ya sea para amedrentar, para vengar, para dejar huellas, o simplemente para demostrar quién manda. Esa vez no me detuve a tiempo, continué pegándoles cuando ya estaban en el suelo, perdiendo sangre a mares y ya inconscientes. Sólo deseaba robarles su dinero, el que suponía que no sería mucho, o hubiesen escogido una habitación en un hotel decente. Creo que fueron dos hechos, los que juntos me hicieron reaccionar de esa forma. En primer lugar las drogas que consumimos la noche anterior, esas malditas pastillas sin nombre que un hermano me vendió. El segundo, es la forma en que la pareja me recibió al llamar a su habitación, vieron el color de mi piel y sólo dijeron que no habían pedido nada para comer ni beber, esa frase, más el pálido color de sus pieles y el rubio claro de sus cabellos, fueron suficientes para que no pudiera detenerme hasta verlos perder la conciencia y la vida.
Había robado muchas veces antes y siempre sabía cómo escabullirme de la policía. Nunca había herido a nadie gravemente, sólo los asustaba lo suficiente para poder robarles sin que opusieran resistencia. Esta vez la búsqueda fue diferente, me siguieron muy de cerca por varios días, me acorralaron y me obligaron a delatarme. Debo reconocer que fueron muy astutos, me atraparon como a una rata, como a un negro ratón de cloacas.
Dieciocho años y tres meses tenía en el momento de asesinar a la pareja. Desde hacía varios años la edad mínima para aplicar la pena de muerte en el estado de Colorado era de dieciocho años. No es que el haberlo sabido antes me hubiera salvado, no habría cambiado mi actuar sólo por saber que eso me costaría la vida, la adrenalina y las drogas compradas son mucho más poderosas que la razón. Treinta y dos negros, dieciséis latinos y dos orientales integraban la lista de ejecutados en este estado desde que se reinstauró la pena de muerte, ¿es que los blancos son todos unos santos?
Las pruebas en mi contra eran muchas y si a eso le sumamos el color de mi piel, el color de la piel de la gran mayoría del jurado y del juez, y los casi nulos esfuerzos de mi pálido abogado defensor, la sentencia dictada fue la que todo el mundo esperaba, hasta yo. Sería envenenado desde la sangre, mediante una inyección que paralizaría mi sistema nervioso central, y con eso provocarían los paros cardíacos y respiratorios que serían finalmente la causa de mi muerte. Gracias a la paralización del sistema nervioso central, los ejecutados de esta forma no demuestran grandes expresiones de sufrimiento en sus momentos finales. Nadie sabe si realmente no sienten ese sufrimiento o es sólo debido su incapacidad de expresarlo por la parálisis provocada por el veneno. Yo lo sabría, pero nunca podría contarle a nadie la verdad, al menos eso era lo que pensaba en aquél momento.
Cuarenta días de vida me quedaban desde ese instante. Mi mente jugaba imaginando al gordo juez, vestido como un ángel, volteando un gran reloj de arena en cuya base estaba grabado mi nombre. Cuando uno ha vivido en la calle toda su vida, cuando uno debe ocuparse de vivir y sobrevivir cada despertar, cuarenta días parecen mucho tiempo. No me asusté ni me arrepentí de mi vida, sólo temía a los últimos segundos de existencia, a aquel sufrimiento desconocido, me consolaba sabiendo que luego no tendría memoria de ellos, que todo se apagaría y que pasaría a ser parte de la nada, tal como mi ateismo aprendido en las calles me lo había enseñado.
Al día siguiente al que conocí mi sentencia enviaron a un sacerdote católico a mi celda a conversar conmigo. No permití que ese hombre diera un paso dentro de mi territorio, lo amenacé con golpearlo hasta matarlo, después de todo, ya no tenía nada que perder. A continuación fue el turno de un pastor de alguna iglesia cristiana, este era un hombre negro, maduro pero no viejo, con cara de sabio y un lento hablar. Le permití entrar a mi celda y sentarse a mi lado a conversar. Intentó hacerme sentir mal por los asesinatos que cometí, lograr mi arrepentimiento, pero no lo consiguió. Le agradecí su intento y lo invité a dejarme solo. Cuando ya estaba esperando a algún reverendo judío o monje budista, apareció un hombre de lentes, barba cana y un sweater amarillo que a toda vista no combinaba con sus pantalones azules, era un científico.
Me explicó con todo detalle en qué consistía el veneno que me inyectarían, qué efectos provocaría en mí y cuánto sufriría en cada una de las tres etapas por las que pasaría. Me dijo que estaba autorizado a establecer un trato conmigo, que me daría una droga una hora antes de la ejecución, la que me evitaría todo sufrimiento. ¿A cambio de qué? Necesitaban algunas partes de mi cuerpo para realizar unos experimentos vanguardistas y altamente secretos, los que debían efectuarse justo después de mi muerte, antes que mi sangre se enfriara. Necesitaban además que en los días que me quedaban de vida aprendiera algunas cosas y realizara unos ejercicios. Las condiciones del trato me parecieron muy buenas, y acepté sellándolo con un apretón a las frías manos del blanco científico.
La siguiente semana la dediqué a aprender clave morse. No me dijeron para qué era necesario, pero tuve que recitar de memoria y sin ninguna equivocación el alfabeto completo, y luego escribir palabras y traducirlas de vuelta. Al menos me sirvió para matar el tiempo y olvidarme de lo que pasaría en un mes más. La petición de las últimas semanas fue aún más extraña. Debía mover mi antebrazo derecho, el que tenía conectado un aparato hacia un computador, hacia arriba y abajo para escribir palabras en código morse. En el antebrazo izquierdo tenía conectado otro aparato hacia otro computador, desde donde se me enviaban pequeñas descargas eléctrica que yo debía interpretar nuevamente como código morse y recitar las palabras que el computador me enviaba.
Esos fueron mis últimos treinta y ocho días de vida normal, si a eso se le puede llamar normalidad. Las últimas horas me las dejaron libres para mi meditación, según me explicó el científico. Él no esperaba mi arrepentimiento ni nada parecido, sólo deseaba que me intentara relajar al máximo antes de mi ejecución, recordándome que la droga que me suministraría me evitaría cualquier sufrimiento. Él fue quizá el único hombre blanco en el que confié en vida, y eso fue sólo debido a su honestidad. Yo no le importaba, sólo su experimento y eso me lo hizo saber desde el primer día.
El último grano de arena se consumió en mi imaginario reloj y puntualmente mis carceleros fueron a buscarme. Una hora antes, el científico en persona había cumplido su promesa y los efectos de la droga ya comenzaban a sentirse en mi cabeza. Eso era mejor que cualquier cosa que yo hubiera probado durante mi vida, y créanme que probé muchas. Me sentía en las nubes, no era capaz de reconocer las diferentes partes de mi cuerpo, sólo obedecía las órdenes verbales de los carceleros sin pensar. Aún recuerdo la imagen de las caras de esos pobres hombres, si no hubiesen sido bancos, habría pensado que sentían compasión por mí, mientras me llevaban a la sala de ejecuciones.
Un hombre gordo dio un pequeño discurso del que no entendí una palabra, un hombre vestido de blanco me recostó un una camilla mientras colocaban unas agujas en mi brazo. Alcancé a divisar la barba del científico y un verde sweater desteñido mientras perdía suavemente la conciencia.
No espero que comprendan las cosas que sentí al despertar, si a este estado en el que me encuentro se le puede comparar a una vigilia. Intenté abrir los ojos, pero me di cuenta que no veía nada y, más extraño aún, no sentí mis ojos. Traté de tomar conciencia, de sentir el resto de mi cuerpo sólo para percatarme que no tenía un resto de cuerpo. Comencé a hacer memoria, a repasar mentalmente mis últimos momentos de vida. Justo cuando estaba comenzado a creer que existía una vida después de la muerte, justo cuando comenzaba a arrepentirme de haber echado a los pastores y sacerdotes, sentí en mi inexistente brazo izquierdo un pequeño golpe eléctrico. Esa fue la sensación más extraña de todas, mi cerebro sabiendo que no tenía esa parte del cuerpo (ni ninguna otra) pero recibiendo una señal desde ella. Ahí fue que comprendí todo lo ocurrido, el entrenamiento de las últimas semanas y el gran interés por que aprendiera el código morse.
Moví sin mover mi inexistente brazo derecho escribiendo el código morse de una frase que recordaba haber escuchado en mis pocos años de escuela. Saludé a mi amigo el científico diciéndole “pienso, luego existo”. Al momento él me confirmó mis sospechas, el objetivo del experimento era mantener con vida un cerebro fuera de su cuerpo, y era la primera vez que lo conseguían. No fue capaz de decirme cuánto tiempo podrían mantenerme en este estado (que no me molestaba en absoluto) así que me pidió que prontamente escribiera estas crónicas con mi visión de los sucedido en los últimos tiempos, y mi particular forma de seguir viviendo.
Me imagino que me queda poco tiempo de esta vida (o quizá sea un tiempo eterno, nadie aún lo sabe), sólo sé que ya no me importa morir, porque no moriré como un negro, ni como un blanco, sólo como un cerebro sin piel.
Jota |