Los días de otoño le hacían recordar con cierta nostalgia sus días de juventud, que años atrás se burlaban del tiempo y de la soledad. Parecía entonces que esos días jamás se irían, rodeada de amigos, amantes y admiradores de su hermosura en flor.
Hoy, la gravedad moldeaba su cuerpo tosco, que luchaba con los escasos rasgos de femineidad que aún le quedaban en el cuerpo seco, entre los pliegues de piel, como una manzana pisoteada bajo el árbol.
Otro otoño había llegado y esta vez no era su juventud la que reía, sepultada. No le quedaban fuerzas para burlarse. Sola, seguiría aguardando a que llegara el príncipe de los cuentos, ese que siempre había deseado acurrucar entre sus muslos que una vez fueron fuertes, entre sus labios frescos en primavera y sus manos suaves, ahora desiertas. Hoy de su cuerpo no quedaba nada y se resignaría a entregarse sin recelo al hombre que fuera, por la razón que fuera, tratando de hallar entre caricias, un susurro con las palabras que nunca había oído pronunciar para ella. Esas palabras que veía en las teleseries mexicanas, en las novelas y hasta en las películas, pero nunca en su vida.
Entre caricias seguiría aguardando oír un sincero, tenue, pero cálido susurro que le dijera sin prejuicios cuánto la amaba, apartando la soledad de su vida que avanzaba frente a sus ojos. |