Reflexionando hoy, con la perspectiva que el paso del tiempo ofrece, veo nítidamente que fue una gran torpeza por mi parte y que lo único sensato era dejar que las cosas siguieran igual, pero aquella tarde de verano estaba tan henchido de amor mi corazón y era tanta la alegría y la felicidad que en su presencia sentía, que me envalentoné y le confesé la verdad. Recuerdo que ella leía el penúltimo capítulo de “Miguel Strogoff”:
“Entonces, la estatua viviente se animó; el ciego marchó directamente hacia Ivan Ogareff y, situándose frente a él, dijo:
-¡Sí, veo! ¡Veo la señal con la que te marqué, cobarde traidor! ¡Veo el sitio en donde voy a hundirte el cuchillo! ¡Defiende tu vida! ¡Es un duelo lo que me digno ofrecerte! ¡El cuchillo me basta contra tu espada!
-¡Ve! -se dijo Nadia-. Dios misericordioso, ¿es esto posible?”
Fue entonces cuando se lo dije. Le dije que yo también veía, y que no podía dejar de ver y de admirar su cara, sus ojos, sus labios, su cabello, sus manos, sus gestos. Le dije que la quería y que no podría vivir sin ella. Le juré que no habría más mentiras en lo sucesivo. Ella nunca regresó. Como Ícaro, me acerqué demasiado al sol y mis alas se quemaron.
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