Nací pequeño, verde y rugoso como una alverja, era casi tierno observar mis destellos luminosos, que salían disparados al espacio produciendo alegres sensaciones a quién me mirara. Pero el tiempo cambia todo, lo modifica y transforma; apenas un año después, crecí tanto que no cabía en una palma; mi aspecto era como el de un asqueroso tumor, marrón, opaco, pegajoso. Y ahí estaban las severas y disgustadas miradas como filudas acusaciones. Yo soy así, debí gritarles, déjenme, no tengo la culpa; pero no pude. Y la ira, el resentimiento, adentro como un líquido negro, contagiándome su siniestra suerte.
El tiempo, el maldito, seguía en su fatal camino hacia adelante, siempre hacia adelante; y yo cada vez más enorme, cada vez más oscuro; las miradas ahora eran de miedo de terror, de gran espanto. Y no hubo nada, nada que se resistiera a mí devastadora expansión, ni mares, ni bosques, ni el mundo entero; incluso el sol, el grandioso sol, fue consumido dentro de mi colosal masa.
Pasó y pasó el maldito. Y ahora yo tan extenso como el universo mismo, yo todopoderoso, yo todo, completamente todo; lloro, como lo haría Dios por ser una alverja.
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