Gabrielinho es un brasileño que vive en esta ciudad desde hace muchos años. Nadie sabe por qué salió de su país ni qué madres busca acá, pero ya nos acostumbramos a él. Hace unos días me lo encontré en la cantina. Estaba tomándome una cervecita, en la noche. El calor era insoportable. Gabrielinho entró con su bandolina colgada en la espalda. Venía de tocar música por los bares de la zona roja, en donde gana sus pesos tocando una música que se llama choro, pasando el sombrero de mesa en mesa. Mi amigo tiene un amor increíble por esa música. Cada vez que lo dejan cuenta la historia del choro brasileño, sus comienzos, los grandes músicos que la tocan, el renombre internacional, en fin, un montón de mierda que no le interesa a nadie.
Gabrielinho se sentó a mi lado, en la barra, pidió una cerveza y me saludó con su sonrisa carioca. Se tomó la botella de un trago, o dos. Me contó sobre el sueño que lo persigue desde hace días… comenzó a soñarlo una noche que llegó cansado y harto de la vida de músico callejero. En el sueño se encontraba metido en su cuartucho y en la televisión anunciaban una catástrofe en Europa. Holanda había desaparecido bajo el agua del mar y el norte de Francia comenzaba a inundarse. New York estaba también debajo del agua. El hielo de ambos polos de la tierra se había derretido de una y el mar inundaba el mundo. En las noticias decían que la situación era pasajera, que las aguas regresarían a su lugar acostumbrado, pero Gabrielinho sabía que no, que el fin del mundo se acercaba. No tenía tiempo qué perder… construyó un enorme barco –recuerden que esto que les cuento es un sueño- y cuando lo tuvo listo, eligió a los que sobrevivirían con él. Recordó a sus amados músicos brasileños. Si, esos serían los elegidos. Juntó la mayor cantidad posible, sólo los que tocaban el choro. El mundo se inundó. El océano cubría el planeta y una que otra islita asomaba su piquito. El silencio absoluto dominaba los cuatro puntos cardinales. En el horizonte se podía ver sólo agua, una línea azul de agua, y el barco de Gabrielinho. Por donde pasaba el barco se escuchaba la música de choro, sus notas cruzadas, el golpe de los pandeiros, las guitarras de diferentes tamaños, bandolinas, clarinetes… Gabrielinho estaba feliz. La cosa funcionaba como en un sueño… el problema comenzó cuando el hambre y la sed se impusieron sobre el deseo de las musas. En la prisa por salvar el pellejo los músicos sólo pensaron en llevar sus instrumentos y sus notas. No había ni agua ni comida. Chingaos, el hambre se hizo insoportable y ya nadie podía tocar. Al principio intentaron ignorar la situación, pero las ganas de comer se hicieron incontrolables. Además, los brasileños también se habían olvidado de llevar mujeres y la libido exigía su tributo. Ya nadie tocaba la música de choro; sólo pensaban en coger y comer. Gabrielinho sabía que debía encontrar una solución. Decidió hacer lo inevitable: comerse a uno de los músicos… ¡Pero primero nos lo follamos!, gritaron todos cuando se les informó el plan. Lo hicieron de manera democrática, así que escogieron por voto general a cual músico le tocaba ofrecerse para la causa. Eligieron a uno de los tipos del pandeiro. Los colegas se lo cogieron como nunca. Luego se lo comieron… el gusto sólo duró pocos días. Debieron decidir para el siguiente músico...
Chingaos, yo sólo me quería tomar mi cerveza en paz. Gabrielinho seguía contándome su pinche sueño, de que no sabía cómo salvar la situación porque el barco se estaba quedando sin músicos, pero los muchachos no podían tocar sin coger ni comer y que no quería perder a los mejores y que ya estaba hasta la madre de cogerse a los tipos porque eso era cosa de putos…
Miré a Gabrielinho y le dije que le iba a invitar esa vuelta. Acabé mi bebida de un trago, pagué y me fui… |