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Se quedó mirando el techo de la improvisada sala que le tocó para pasar sus últimos momentos, la enfermera que lo había acompañado durante casi toda la tarde se había retirado hacía escasos diez minutos, aún cuando sus debilitados pulmones, exhaustos por cincuenta años de nicotina ya no le permitían distinguir muchos olores todavía podía sentir el aroma del fuerte perfume que usaba aquella mujer.
“Noventa y cinco años…”, pensó, “noventa y cinco años de haber vivido y conocido todo, absolutamente todo” y comenzó a enumerar aquellas experiencias y sentimientos que el destino le habían hecho vivir, el saber, la ira, la alegría, la pena, la amistad, los placeres, el dolor y hasta el mismísimo amor había conocido nuestro moribundo anciano.
“Y ahora aquí tendido en un hospital de mala muerte en un pueblo del que no se nada y en el cual no conozco a nadie”, hubo un momento de intenso silencio en su mente, el cual fue interrumpido por un gemido de dolor a causa de su resquebrajada columna vertebral. Entonces el viejo cerró los ojos y se dispuso a soñar su último sueño (el doctor le había pronosticado su muerte para las próximas 24 horas, quizás menos).
De repente se vio de niño, en la tarde en que aprendió a andar en bicicleta. En aquel pueblo del interior del país donde creció todos los chicos de los alrededores se juntaban en la plaza central con sus nanas o madres para que les enseñaran a manejar ese útil medio de transporte que ellos consideraban un complejo mecanismo de difícil aprendizaje, era sobreentendido que aquel que lograra montar las dos ruedas sin antes caer al piso sería considerado un dios entre sus pares. “El primer recuerdo de mi vida” dictó su conciencia para sí.
El hecho es que dicen que Dios hay uno solo y ese era el caso en su pueblo, porque salvo los chicos de siete años para arriba, todos caían al suelo sin nada que los detengan más que sus lastimadas rodillas. Él, en cambio, solo se remitió a observar a los demás aprendiendo de sus errores y sin envidiar la destrucción de los orgullos de aquellos pobres niños que no paraban de llorar.
Cuando finalmente se decidió a subir a su bicicleta, logró maniobrarla sin problemas en el primer intento, fue cuando entre los niños se decretó la existencia de otro dios y también en el ámbito de la madre de nuestro protagonista, quien no paraba de alardear frente a las demás madres y niñeras la notable capacidad de su único hijo.

El colegio había sido una de las experiencias más gratificadoras de su existencia, ahí había aprendido tanto de las ciencias que rigen el mundo como de las que rigen la vida. “Me divertí tanto” continuó su conciencia. Esta vez en la visión aparecía él de adolescente, sentado en su pupitre frente a esa compañera que tantas horas de divague le había otorgado.
En el pizarrón aparecían complicadas fórmulas matemáticas de las cuales ninguna había aprendido, solo se había ilustrado con los bellos ojos de la preciosa María, mientras la condenada profesora no paraba de hablar vaya uno a saber de qué.
Le tomó dos de sus preciados años el juntar el valor necesario para hacerse cargo de la situación y decirle que le pasaban cosas con ella, la explicación es que ya había sido rechazado antes por otras mujeres y, aunque nunca lo había sentido tanto, sabía que con María iba a ser diferente, así es que lo pensó mucho y cuando finalmente lo hizo fue retribuido con un pasional beso que puso en evidencia lo mutuo del sentimiento. Tenía apenas 22 años cuando conoció el amor, ese que lo acompañó gran parte de su vida, casi hasta el momento postrero. “Esa mujer jamás me lastimó” fueron las palabras que nuevamente emanaron de su conciencia.

La guerra llegó y en aquel grato sueño que estaba teniendo, ésta fue representada con imágenes de cuando él se presentó a los feroces frentes en las playas de Normandia, Francia.
En el viaje conoció a Antón, un soldado francés de la infantería aliada con el que compartía el camarote.
Antón había viajado años antes a América junto a un completo contingente de comandos franceses con el objeto de entrenarse en las últimas técnicas de asalto.
El sueño le recordó que una noche antes de desembarcar en lo que los altos estratos militares llamaban “La operación Día D”, se armó una riña en el comedor de la nave y, como siempre había sido, él era el centro de la discordia. La discusión llevó a la inevitable pelea, el contrincante de nuestro héroe era llamado “Gorila” por razones obvias, era del doble de tamaño y, lo que es peor, con rango mayor. El inevitable damnificado del altercado cerró los ojos como rindiéndose al mazazo de aquel simio, cuando de la nada surgió Antón y se interpuso entre ellos, la pelea fue algo más justa dado que entre los dos hacían la contextura física de “Gorila”. La conclusión fue pasar la última noche en vela dentro de un calabozo, allí hablaron hasta la mañana y llegaron a hacerse muy buenos amigos.
Al día siguiente durante la invasión Antón fue alcanzado por una bala alemana. Mientras su nuevo amigo se moría en la arena de su país, éste le dijo algo que nunca olvidaría: “La amistad es una gema difícil de encontrar, nunca había tenido un amigo y tenía mucho miedo de llegar a este momento sin un par de brazos en los que yacer, solo te pido que me recuerdes como un amigo”. La ira invadió su corazón mientras asentía con su cabeza para dejar morir tranquilo a Antón. Ese día su arma cobró la vida de veintitrés nazis en honor a su mejor amigo.

El sueño siguió, pero ahora se encontraba en ese intrincado momento que la suerte le hizo vivir hacía ya varios años atrás, el día en que mientras su hijo nacía en una habitación del hospital, en la otra su madre estaba muriendo.
“Lo recuerdo bien” le dijo su mente.
Dejó la sala de partos por unos momentos al tiempo que su esposa María gritaba y lloraba de dolor, y se fue para mantener aquella última conversación con la mujer que le había concebido la vida.
La moribunda anciana se conmovió cuando le dio a su hijo el último consejo, ella dijo: “Aunque no hayas conocido a tu padre él te amó muchísimo, y mi concejo ahora es que seas tan buen padre como él lo fue para ti y como hijo fuiste para mí. No llores de pena por esta vieja que se muere sino de alegría por ese niño que nace con toda una vida por delante, yo te estaré cuidando siempre desde dondequiera que esté”, dicho lo anterior, simplemente cerró los ojos para no volver a abrirlos.
Miró a su madre tendida y estuvo a punto de llorar, cuando de pronto escuchó un alarido de María que estaba dando a luz a su hijo, entonces salió corriendo para llegar justo en el momento del milagro más hermoso que Dios le regaló, pero por respeto a su amada madre, no se permitió llorar, ni por dolor, ni por alegría.

Su vida familiar fue por demás gratificante, la disfrutó cuanto pudo, pero otra vez el destino le jugó mal y dejándolo solo en este mundo.
Un accidente de auto se llevó a su mejer y a su hijo, la pena y el dolor le invadió su corazón, sin embargo no permitió que sus ojos derramaran una sola de sus lágrimas, quiso sentirse fuerte ante toda esa adversidad, a partir de ese día vivió recluido en el olvido, sin amigos, sin familia ni alegría.

“Mi vida debió de haber estado llena de lágrimas que bañasen mis ojos todos los días, pero… no fue así… no lo entiendo, no recuerdo haber llorado siquiera una vez en toda mi larga vida” habló su subconsciente y continuó: “¡No debería preocuparme! Después de todo a nadie le gusta llorar, es un símbolo de dolor, de sufrimiento y malestar, más de uno quisiera haber vivido sin derramar inútilmente ese líquido por los ojos, ¡Debería estar feliz de morirme sin haberlo hecho!... pero no es así, me siento tan o más desgraciado que el que ha tenido la posibilidad de llorar por los malos tiempos.”
Entonces nuestro viejo despertó otra vez en la soledad de esa sala de hospital, miró a su alrededor y luego levantó suavemente sus arrugadas manos hasta llevarlas a la altura de su cara, donde las examinó con cuidado observando cada surco formado por el tiempo, luego dijo en voz alta: “Debería estar feliz de morirme sin haber llorado”.
Una suave caricia recorrió su rostro hasta llegar a su boca donde saboreó el salado gusto de la pena. Con una de sus manos secó lo que quedaba, finalmente y sonriendo una última gota de ese elíxir se deslizó sobre su faz, y lo lleno de júbilo… el anciano partió finalmente con dos lágrimas para su tenaz corazón.

Texto agregado el 11-02-2004, y leído por 204 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-02-2004 Muy bueno tu cuento. Es increíble la cantidad de cosas que pueden pasar por la memoria al momento en que dejamos esta vida. Un abrazo Pinocho
 
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