Huacho se preparó a conciencia para pronunciar el mejor discurso de su vida. Para ello, desde principios de enero de aquel año, se embarcó en la ingente tarea de escribir una obra maestra de la disertación. Tiempo había de sobra para llevar a cabo esta empresa. Es preciso considerar que, al parecer, Huacho, exageraba un tanto con el plazo otorgado por si mismo para escribir dicha pieza de colección, si consideramos que la fecha fatal titilaba allá lejos, en el umbral mismo en que el año comenzaba a despedirse para dar paso al que le sucedería.
Objetivos son objetivos y el suyo era solamente ese y nada más que ese. Para cumplir a cabalidad con él, abandonó su ocupación de empleado en un importante banco; además, le pidió a su novia un receso en sus relaciones, lo que ella aceptó gustosa cerrando, furibunda, la puerta por fuera. Se mudó de barrio, a uno que fuese más tranquilo –vivía al lado de un saxofonista y al frente de su departamento, se establecía, estentórea, la Iglesia de las Virtudes Gritadas a Todo Pulmón, entidad que, a fuerza de milagros y contribuciones suculentas para el bolsillo de los alcaldes, se posicionaba como el culto con mayor proyección de las últimas décadas.
Palabra a palabra y utilizando gruesos diccionarios que le proveyeran de términos grandilocuentes, Huacho construía, con minucioso afán, aquel discurso que le otorgaría gloria y reconocimiento, y, sobretodo, fortaleza para recuperar lo perdido. Aunque, a decir verdad, lo ocurrido con Mónica, era un asunto que ya no tenía asidero. Ambos se habían hastiado de la burda rutina que los empalagaba y el quiebre se produciría de todos modos, aunque no se suponía que fuese de la forma extraña en que se produjo.
Huacho había sido tardo para aprender a leer y escribir. A los cinco años, recién aprendió a caracolear algunos garabatos que, con mucha dificultad, adquirieron, más tarde, su fisonomía definitiva. Lo que ocurrió a sus quince años, cuando garrapateó cuatro letras para su madre aquella noche en que tuvo su primera fiesta nocturna. A decir verdad, han pasado veinte años desde aquella oportunidad y su madre aún no puede traducir esos extraños signos. Aunque tiene la leve sospecha que en esa misiva, Huacho, le solicita permiso para llegar a casa después de las diez de la noche. Permiso concedido tácitamente, sin necesidad de cartas ni justificaciones.
A los seis meses de mucho escribir y corregir, el texto escrito por Huacho –cuyo apelativo fue creación de su abuela paterna por carecer Felipe, que así se llamaba nuestro héroe, de hermanos- adquiría forma y cualquiera que le hubiese echado una ojeada, habría pensado que lo había redactado un escritor con mucho oficio:
“En estos plenipotenciarios segundos en que el tiempo se diluye en champaña y regocijo, cuando las pulsaciones se aceleran conmovidas ante la proximidad de la sentencia horaria, cuando el sextante otea la conjunción de las estrellas que arrastran el carruaje de los tiempos…”
A mediados de Noviembre, el discurso ya flameaba alto en el mástil de la máxima ponderación. Huacho, orgulloso de su obra, abandonó sus hábitos descuidados y desde entonces, sólo usó frac y se encasquetó unos innecesarios lentes para aparentar una intelectualidad que creía haberse ganado a pulso, tras largos meses de método y estudio.
Ya no fue más el humilde Huacho y exigió que se le llamase Felipe Augusto, Humberto Schwanemberg Hauschben, que sonaba muy bien, pero que difería bastante del original Felipe Soto Correa, que el cura había legitimado, años atrás, en la pila bautismal.
Llegó la gran noche. Los invitados al magno evento, personajes de diversos sectores del tinglado social, comenzaron a llenar el inmenso salón, en el que resplandecían suntuosas lámparas de lágrimas iluminando la elegante ornamentación. Cual más, cual menos, aparentaba un lujo en sus vestimentas, que a todas luces era demasiado sofisticado. Pero la exigencia era esa: ropa de gala para aguardar el año que se avecinaba, promitente para algunos y -para los más- como un enorme signo de interrogación dibujándose en sus mentes. Cuando faltaba poco menos de media hora para la ceremonia de abrazos y descorches y Felipe, ex Huacho, repasaba las últimas líneas de su maravilloso discurso, se sintió una potente sirena que inundó de angustia el espacio que estaba reservado para el jolgorio. Una serie de estampidos, que los invitados atribuyeron a un anticipado festejo, antecedió a un repentino corte de luz. Se produjo un enorme griterío en la estancia y la mayoría corrió en tropel, buscando la salida. La gente es demasiado proclive a reaccionar de esa manera cuando se encuentra confundida con la masa.
-¡Se ordena a toda la ciudadanía a que se retire a sus hogares de inmediato! En media hora se establecerá un toque de queda y seremos rigurosos en hacerlo cumplir.
La voz provocó una serie de aullidos y gritos de terror. Nadie sabía lo que estaba sucediendo en esos momentos, hasta que la misma voz, dijo lo siguiente:
-Por orden imperativa de nuestro general Maximiano Piedragrossa, nuevo gobernante de la nación, ascendido al poder por la urgente voz de las armas, se suspenden todos los actos de celebración del Año Nuevo. ¡Se ordena el retiro inmediato a sus hogares y a mantenerse informados por intermedio de los bandos que les iremos entregando!
Felipe, que, por obra y gracia de los acontecimientos, había abandonado su postura de intelectual, se había derrumbado en una silla para mesarse los cabellos al tiempo que repetía con voz airada:
-¿A que estúpido se le puede ocurrir hacer un golpe de estado en Año Nuevo? ¿A quién, a quién?Y solitario en aquel enorme e inútil recinto, se comía a pedacitos, como si fuese un bocadillo, aquella hoja, en la que había invertido tan precioso tiempo.
El mismo que Maximiano Piedragrossa, un generalillo de poca monta había ocupado para planificar esta asonada que se inauguraba con los primeros albores de ese nuevo año...
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