Llegó hasta la puerta del departamento, sacó un manojo de llaves del bolsillo, introdujo una de ellas en la cerradura, abrió la puerta y entró. El ruido de
muchas uñas rascando el suelo le obligó a mirar hacia abajo. Los vio, hizo una mueca de asco, cerró la puerta con violencia y se dirigió a su dormitorio.
Entró lentamente y contempló con tristeza los objetos que llenaban las paredes y los rincones de su cuarto. Se detuvo en el violín. No, ya no tocaría más a Kreisler en él. Cerró los ojos y derivó el pensamiento hacia el futuro inmediato de su persona. Debía elegir: o se transmutaba en mulita, o se transformaba en peludo. No cabía otra alternativa. Su familia lo había decidido así y ya le quedaban pocas horas de vida humana. Sin saber lo que hacían, todos sus parientes se habían transfigurado en mulitas y peludos. Y ahora correteaban por el living y el comedor con el característico y enervante ruido de uñas raspando el piso. Desde que entrara en la casa, le había repugnado la idea de convertirse en un bicho de esos. Y al ver el espectáculo que ofrecía su familia corriendo por el departamento en cuatro patas con un cascarón en el lomo, se había horrorizado como nunca. Decidió salir del cuarto y fue hasta la biblioteca. Escogió al azar un tomo de la enciclopedia y lo abrió. Tras hojearlo un rato, encontró la descripción de los quelonios. Concentró su atención en el testudo graeca. Estudió su anatomía, su fisiología, su modo de alimentarse, sus costumbres y su habitat. Absorbido por la lectura, no se dio cuenta que sus parientes lo rodeaban. Se habían juntado todos alrededor de él y permanecían muy quietos, mirándolo fijamente. Cuando terminó el capítulo, huyeron despavoridos hacia la puerta de calle. Indudablemente, su presencia los había asustado. Entonces se percató de que estaba parado encima del libro. La transformación se había producido. Ignorando aún si era mulita o peludo, miró sus patas delanteras y comprobó que eran mucho más anchas que las que portaban sus parientes. Además, no tenían las uñas tan largas. Quiso correr como ellos y no pudo. Recordó que en su cuarto había un espejo que llegaba hasta el suelo. Iría a mirarse en él. Con pasos suaves y armoniosos se acercó al dormitorio. Abrió la puerta con el cuerpo y avanzó hasta el espejo. Se vio reflejado mientras caminaba: un caparazón inmóvil y resistente le cubría el lomo. Su cabeza era redondeada; su cola era breve. Cuando se paró sobre las patas traseras apoyado en el espejo, comprobó que otro caparazón le resguardaba la parte inferior del cuerpo. Ambos se unían a los costados, dejando libres los sitios donde podría encerrar las patas, la cabeza y la cola. Su invulnerabilidad era perfecta. Entonces comprendió que ya se conocía a sí mismo. Salió del cuarto con lentos y majestuosos movimientos y caminó hacia la puerta de calle, donde se agolpaban espantados, los peludos y las mulitas.
De súbito, la puerta se abrió. Provocando una confusión general, entraron un hombre y una mujer acompañados por el portero. Supuso que serían los
nuevos inquilinos, y se asombró de la rapidez del cambio. La pareja fue directamente a la cocina, para volver con sendos cuchillos en las manos. Y uno por uno, sus parientes fueron capturados, degollados y despanzurrados. Después los lavaron y los metieron boca arriba en el horno, con un poco de sal, ajo y pimienta dentro de su concavidad. Dedujo que se los comerían, pero no se inmutó Desde que sufriera la transformación, y aún antes, le importaba muy poco la suerte que corrieran.
Cuando la mujer lo encontró, lo miró con simpatía y curiosidad. Hasta le propuso a su marido buscarle compañía, y ambos decidieron estudiar sus
costumbres. El quiso mostrarles su sabiduría y caminó con la cabeza muy alta hacia el tomo de la enciclopedia, que yacía abierto en el suelo junto a la biblioteca.
Pero sufrió una integral decepción al ser levantado en vilo por el portero, que hasta entonces había observado el movimiento general impasiblemente. Lo reconoció, y a pesar de los ruegos de los nuevos inquilinos, reclamó su posesión. El hombre, tan servicial por un lado y tan testarudo por otro, tenía una debilidad: Adoraba las sopas de tortuga.
|