-¡las gordillas!-. Miró de reojo a su hijo y volvió a exclamar. -¡Voy a sentarme un ratito y ya… voy a tender las camas!-. Su rostro tierno administraba una dosis de expectativa, así se ponía cuando deseaba respuesta, abrir conversación en la mesa mientras desayunaban, sin embargo, el silencio se apoderaba fácilmente del ambiente.
-¿Juana ya no te habló ma…?-
-No, ya no ha hablado… la Juana- su cara era invadida por largos y numerosos canales que le suministraban una apariencia humilde. -¡ Ya viene doña Eliza!-, se incorporó y abrió la puerta, pues su hija llamaba con insistencia; la susodicha, mujer de aproximadamente diez y ocho años, delgada en extremo, pero con una sonrisa semejante a la madre, llegó cargando una bolsa de mandado; el tianguis no estaba lejos, a dos calles, sin embargo su arribo llenó de gusto a la anciana, era la hija que quizá mayormente adoraba, pues poseía una mirada noble y sincera como la suya, o porque como ella había repetido muchas veces. -¡ Eliza se parece mucho a mi mamá, tiene una mirada que me trae muchos recuerdos!- quedaba pensativa por un momento rememorando quizá su infancia, y sus ojos como los de un venadito, volvían a mirarme, esperando escuchar alguna cosa agradable.
La madre había sufrido mucho, desde su infancia, los sin sabores le habían grabado en el alma que la vida no era fácil, pues había la necesidad de trabajar repetidamente; su madre ´cavaba una impronta en su memoria, -para poder comer con decoro se debe torturar el cuerpo con el servicio de sol a sol-. Había crecido en pueblo chico cerca de Querétaro, lugar de reducidos intereses, estigmatizado por el deseo profundo de desbordar la iglesia los domingos, a primera hora, luciendo las mejores vestimentas que da la vida y lo mejor de sí, pues el contacto con Dios era lo mejor, lo más hermoso, sublime; lo que mantenía de pie al ser humano, y daba el impulso y la felicidad para continuar la pesadez de la existencia. El brillo en sus ojos aparecía cuando, o así me lo imagino, tenía la fortuna de escuchar la suave melodía de las voces de antaño que volvían a retintinear en su memoria. Muchas veces me pregunté: ¿qué era lo bello en una tierra vacía, seca, sin sabor, sin alegría, espantada, envuelta por un velo bendito que ocultaba el infierno mismo? Sin embargo, al mirar su faz, que despedía tranquilidad, me daba cuenta que todo tenía un significado, dependiendo para quien, y para ella había sido el paraíso, donde anida la tradición oral, las historias, leyendas, mitos; la voz o el ritmo deben poseer cierto contenido que lleva la felicidad a cualquier miserable lugar, eso debe ser, pues no comprendo qué se desea presumir cuando la miseria ha cubierto el cielo, cuerpo, alma, y las ha tornado dóciles, sutiles frente a la amargura de la vida. No lo entiendo, ésta tierra miserable, esconde en su seno un canto hipnótico que atrae a los viejos y rechaza la mente joven. El horizonte está preñado de angustia y desesperación; de repente se suaviza y sirve de guía a las lágrimas que brotan en la nostalgia, vuelve a repetir los momentos idílicos. El tiempo parece poseer orificios por donde el ojo mira y clama su identidad, no importa que otros tiempos contengan el amor que los haría llenarse de alegría; algo, no sé qué cosa reúne los ecos de antaño, y los suministra poco a poco a la visión y al sentimiento como ráfagas de aire fresco, llegan esporádicas y tocan el alma que no se muestra en otro modo que llenando el mundo con riachuelos de agua, perplejidad que comprende la relación del pasado con nuestro presente.
El preterito parece una faz que se muestra; voz que trasmite la enseñanza, las recomendaciones morales de los antepasados; la realidad aparece como rostro, por el que surcan una serie de abismos temporales; la voz suena como nexo que articula el miedo y la alegría, la muerte y la vida, un rincón místico que eleva nuestro espíritu a lugar ejeno a las penas, las tristezas que nos agobian, el estado moribundo de este mundo.
La esencia de la memoria de la anciana, parece residir en la nostalgia de sus antecesores; la tierra de los espíritus penetra el tuétano del hueso, es lo que une el pasado con el presente y el futuro, un juego de estados temporales ligados únicamente por las relaciones filiales, la rememoración de los muertos y de los futuros descendientes, la voz de la naturaleza, invoca la inmortalidad de la estirpe…. -¡no puedo vivir en esta miseria humana!...- la conciencia brota como odio hacia la condición humana, sin embargo los ecos del pasado revelan la cura, mecen al rebelde y lo vuelven a dormir mediante la fe en los genes, el pueblo, la belleza de su tiempo, retornará, es una promesa; lo que une al pueblo, es la voz de la estirpe que clama por su estado originario.
La anciana enfermó, aunque siempre intentaba mostrar su mejor cara, ésta era muy mala; mujer de reacio semblante, y de tierno interior, necesitaba de la ayuda, sin embargo su voz se ahogaba por sus temores.
-¡Eliza, no sé qué tengo!- Su faz se llenaba de espanto ante su estado, se enfrentaba a algo distinto, ya no eran las premoniciones del futuro que le comunicaba su madre o las enfermedades y malestares de sus hijos que la sobresaltaban, era algo peculiar, cercano, un vacío inmenso que la conectaba en la intimidad de su conciencia, era tan grande que se sentía insignificante, arrugaba mayormente el semblante, se cubría los ojos y empezaba a deslizar lágrimas de impotencia, mientras que vociferaba -¡Dios mío, ayúdame, por favor!- …
El tiempo no se detiene, frente al dolor que imprime la miseria existencial; ella lo era todo y ahora, se siente un vacío profundo. La conciencia revela un pasaje místico, donde se tocan las almas de vivos y muertos; la penumbra parece una tierra que se extiende en el horizonte, un ojo que mira, constante, una puerta que se abre de par en par para mostrarnos verdades indecibles, se despliega el universo del sinsentido en tierra de los lamentos, nos arropa y seca nuestras lágrimas que no se detienen, es como una madre que nos dice: -¡no temas, de ahora en adelante yo te cuidaré!-.
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