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“Los espíritus no sienten dolor. Están en una etapa de renovación. El alma se renueva. En forma espiritual no se siente el dolor”
Brian Weiss

No es lo que se percibía en el vagón extremadamente verde y sicológicamente ingles del viejo ferrocarril San Martín. Hacia el este las ventanillas rotas y desprolijas, donde el polvo se asentaba sigiloso para permanecer .parecían compuertas sutiles hacia un mundo diferente, tal vez mejor.
No podría describir mis sensaciones, pero se asemejaban al miedo y la pasión. Sentado, inmóvil en el viejo asiento de cuero con rasguños de diferentes décadas, mi mente y mi alma eran un torbellino de ideas que incesantes, buscaban orden y prometían diversión. No podía dejar de ver la falda horrorosamente floreada de la señora canosa que con calma falsa acariciaba su propio brazo tratando de seguir, ni tampoco dejar de ver los mocos del chiquito sucio que vendía turrones húmedos como si fuera oro, al grito enérgico de :
-2 por un peso!!!!!
Hacia fuera, el campo argentino se extendía libre y majestuoso, deseado por muchos y por algunos aprovechado, verde y límpido, intentando abarcar toda la tierra. Que contraste. Que anecdótico vivir en un sitio bello y traidor, energético y destructivo, burdamente llamado hogar.
Era este mi hogar? . Este tren, esta mugre, el silencio notorio del pasaje o la charada gritona del niño, esta era mi suerte?
El ruido incesante del riel bajo mi pié, me hizo notar la hora: 19.30, ¿Cómo es posible?, el horario de llegada era a las 17.30 y aún restaban pueblos y kilómetros.
Podría irme o volver a mirar el interior del tren. Hay dolor, cuanto dolor….
El joven sentado frente a mí, tiene la belleza de lo simple, cabello negro y puro no pretendiendo otro color, rasgos definidos pero suavemente alineados hacia el sol,
E l arco de su oreja de trabajador calmo invitaba a la caricia, sus manos , no eran excesivamente fuertes y se tornaban atractivas, aunque denotaban un cuidado pobre y poco profesional y el cuerpo juvenil distaba mucho del ejercitado físico de la clase prominente. Era un chico normal, y a la vez amenazaba con ser muy interesante, tres o cuatro frases me llamaron a reflexionar.
Tendría escasos 26 años y ya consideraba la vida concluida a los 50, el trabajo era solo un medio y no un fin para él y la gracia de su risa contagiosa, aunque vulgar, me devolvía vida, cuando exclamaba:
- tener hijos es alucinante, te refleja, te esconde la maldad y hace todo mucho menos aburrido.
Cuánto placer contraponiéndose al trabajo monótono que seguramente tendría. Lo podría imaginar en algo meticuloso, con herramientas pequeñas que le dejaban el tiempo suficiente para pensar y poder así desarrollar locas teorías que hicieran feliz su vida opaca.
Al abrirse la puerta entre vagones que se encuentra detrás de mí,, aparece otra vez la miseria, esta vez en forma de adulto destrozado, es un hombre rubio, de inmensos ojos celestes cuya transparencia hambrienta angustia y desespera, no tiene dientes, la ropa le queda muy chica y corta, la mugre ha traspasado su piel para apoderarse de ella , y sin embargo con la dignidad de la pobreza, alza los ojos al pasaje y dice:
- ¡Vendo dos lapiceras por un peso!¡Dos por un peso!
Sería su olor o la muerte de la conciencia social lo que lo hacía invisible. Nadie lo oía ni lo veía, nada ocurría, su cuerpo esquelético seguía avanzando al compás de los rieles, fieles compañeros de recta ruta, y el hombre no esperaba tampoco llamado alguno.
Su misión era el intento. Y eso lo dignificaba.
Al llegar a Membrillar, pueblo pequeño de grandes coincidencias con la muerte, ya que su cementerio era mayor que su planta urbana, el tren chillaba como si fuese a quedar él mismo en alguna de las floridas tumbas, los hierros parecían retorcerse y el intenso olor contrastaba con la bella mujer en el andén.
No se si llegaría a conocerla, pero imaginaba el aroma a azahar en sus cabellos cobrizos y ensortijados, que no se movían ni flotaban, su mirada certera y resignada dejaba abierta la duda, ¿era pobreza de neuronas o carácter, lo que la afirmaba?.
El atuendo sencillo y gris, el entorno de niños en poleras rayadas, los hombres calzados en bombachas verdosas y rastras campesinas, la destacaban. Y el color de su mejilla era suficiente color.
El caserío que rodeaba la estación, hubiera podido formar parte de un film del pasado,
Ni una teja, ni una reja, otro mundo, otro país, donde la desesperanza no era un término cotidiano y donde el dolor de panza se curaba con el tilo y no hacía falta terapia ni gastroenterólogos. Donde se podía soñar, con buenas cosechas, y curas milagrosas, con amores furtivos que los mismos vecinos protegían, para tener de que hablar.
Ella seguía de pie, esperando mansamente que el convoy se detuviera, los tacos bajos y un poco gastados y el simple sobre en su mano hablaban de su pobreza, sin embargo, la frente altiva y brillosa, sin grandes marcas paseando por su piel, la distinguían.
Se alzó en el vagón que precedía al mío y la perdí. Que corto y significativo encuentro.


El joven frente a mí intentaba nuevos diálogos, pero estaba absorto en las imágenes de Membrillar, aun recordándolo, sin rascacielos ni grandes carteles, sin ruido. Dios mío, los espíritus de ese poblado sí que vivirían en paz.
Una reflexión me llevó a otra y comencé a analizar mi vida, o algunos aspectos de ella. Carrera tras carrera, escuchando arduos discursos y disertaciones, en el colegio, la secundaria, la universidad, en la tele, en la radio, en mi hogar .Vaya palabra que me acecha siempre.
¿Cuál es mi hogar? ¿El que construyo, en el que viví, el que me puebla interiormente, el de mis hermanos, el de todos mis compatriotas, éste sombrío tren?
Un voz me quita del ensueño:
-Boletos, señores y señoras, boletos.
El guardia hacía sonar la tickeadora llena de historia y tristemente antigua, ostentando su pequeña porción de poder diaria y haciendo que los ojos del pasaje vayan a ella, escondiendo así la suciedad de su traje, el hastío de su rostro y las terribles marcas de dolor en sus arrugas.
El tiempo había atravesado a este hombre de cincuenta y pico con toda su fuerza, era claro que nada quedaba de él, la caminata cansina y la voz sin música hacían suponer que su alma ya no lo acompañaba.
Hice marcar mi boleto y sentí un vahído leve que me llevo a mi infancia, a juegos en los pasillos de esos mismos trenes, limpios, con aroma a girasoles y soja campestre, con asientos de cuero impecablemente verde, y señoras paquetas que animosamente conversaban .Viajábamos a la Capital, todo un avance, a buscar universidad para mis hermanas y pensionados religiosos que las alojen.
Viajábamos a un mundo que divertía y fascinaba, y vivíamos felices y seguros, sin cortes de rutas ni piqueteros, sin necesidad de llamar al pluralismo, sin virus letales que viajen en cartas queridas, sin bombas anónimas volando pasajeros inocentes. Vivíamos, que es muy diferente a sobrevivíamos.
Mamá preguntaba a cada rato si estábamos bien, si teníamos hambre, si nos gustaba el paseo.
Mis manos transpiran y ya no tiene la soga con mangos rojos. Debería pedirme un tesito, pero ya no hay bar-comedor, ahora que veo estoy rodeado de personas que comen asquerosos bocadillos poco nutritivos.
Y beben agua en envases de plástico barato. Que diría mi madre, si viera dónde viajo, cómo quedó su tren. Cómo los vaivenes de la vida lo destrozaron, sin piedad, sin necesidad.
La vulgaridad se ha apropiado del ferrocarril, y de mi vida.

Me duele el hombro y me acomodo paciente tratando de no molestar a nuevos pasajeros que me rodean, casi ocupan mi espacio, sin preocuparse por mi comodidad.
El humo ya puebla el vagón y no me deja respirar, no son puros ni relajados habanos para saborear. Sólo humo.
Y en él viajo, tornasolado y abrumado de pasado, de adolescencia.
Transeúnte cotidiano de este mismo tren, fumando Malboro y contando historias fantásticamente falsas, grandes epopeyas veinteañeras, que se decantaban solas con la edad.
El mismo humo me hace volver al mismo tren, para notar con desconcierto la pierna de esta mujerona que se sienta sin piedad ni vergüenza sobre mí.
Siento el calor de su pierna y me divierte el sonido tintineante de sus aros, de metal dorado que no resistiría mordida alguna para probar su calidad.
-Señora, fíjese usted, esta aplastándome.-
Solo una carcajada jovial para sus largos años me responde
y pienso que aunque me pesa, el dolor del hombro y el vahído se han ido.
Habría que generar más asientos en estos vagones, ya que hay pocos e incómodos.

Ya acostumbrado al peso extra, como me pasa en general, vuelvo a mirar por la ventanilla y veo posarse un enorme mosquito en ella.
Me impresiona lo servil de su postura reverenciando mi brazo, parece un político actual, irrespetuoso y voraz, Si no sonara loco creo que lo siento respirar y aunque mi deseo era matarlo y lo intenté varias veces, sigue allí, resistente e inescrupuloso. Nueva coincidencia con la clase dirigente.,
Detrás del insecto, hay toda una ciudad ante mis ojos, desde los laterales de la estación puedo divisar el tránsito alocado y los semáforos que intentan calmarlo, las grandes marcas en publicidades gigantes para mostrar vestidos y jeans de muy poca tela y talle, un sombrero de paja resaltando entre los anteojos K y viseras de moda, y un bebé recién parido (no entiendo cómo lo sé) que parece llamarme entre la multitud.
Puedo oler el smog que rodea mi casa, oler las palomas contaminadas de esclavitud , que sin embargo insisten en volar; ver la copa de los plátanos que ensucian de grandes hojas cobrizas las veredas mixtas, rotas e impecables, de la ciudad.
Podría también ensuciarme en el barro lindero a la estación, producto de porteros que no cesan de enjuagar pesares y dolencias de sus vecinos, para que corran de puerta en puerta tras consuelo.
Volver al tren y dibujar cada uno de estos rostros, con otras sensaciones y de otros tiempos, arrugas, pliegues e infinitos aromas, coloridos aromas que enaltecen celestes y blanco, con rojos y amarillos antepasados.
Dibujar plácidamente los rincones de mi infancia, los voluptuosos lugares de mi juventud y recostarme en la estancia madura para recordar mi esencia, y brillar.
Cada cara, cada mirada, puede verse en diferentes trajes:
serios años sesenta, lunáticos setenta, creativos ochenta, frenéticos noventa, hasta el materialismo temido de este vulgar siglo veintiuno que no merece números romanos que lo nombren.
Sintiéndome cada vez mejor, inicio la recorrida a cada asiento de mi vagón,
Hay tres chiquitos que juegan como si el mundo les fuera propio, ajenos a la tierra reinante y al malhumor paterno, sus risas se hacen súper audibles a pesar de los seis metros de distancia, y me recorren llenándome de alegría.
La señora Doña Floreada, sigue frotando sus brazos aunque su rostro se ha relajado, ¿que la preocuparía anteriormente?; el muchacho frente mío, conversa ahora con la señora que tengo encima y que directamente ya no me pesa. No oigo su charla a pesar de estar tan cerca. No lo comprendo…
Del otro lado del vagón una guitarra mal rasgueada parece llorar.
-A ver, señora, déme paso, es mi ciudad, me tengo que bajar.
Otra carcajada que no está dirigida a mí es la respuesta.
Que le pasa a esta mujer, no me responde jamás, ya estoy acostumbrado a su cuerpo sobre el mío, pero me quiero bajar; me debo bajar.
Hmmm…, que delicioso aroma a azahar, ¿¡cuántos silencios se juntaron en mi cerebro!, ¿qué magia me esta llevando a sentirme tan libre?.
La soledad bien podría ser una buena palabra para mí en este momento, y el traqueteo antiguo y ruidoso del tren, música para degustar.
El tren no para y veo mi ciudad alejarse sin desesperación, sigo en el viaje. Y sigo transmitiendo mi suerte al que me toque, cuando pienso esto, me sorprendo: ¿De qué hablo? ¿Cómo que no pude bajar?
Me disperso en millones de momentos sinuosos que asustan y deslumbran, es como viajar en mi interior, los flashes de partos, emociones, errores, direcciones y paisajes me envuelven y me dejan en éxtasis, me horrorizo de palabras o dolores que causé, me regocijo del placer aportado y me derrito, caliente y presuroso en amores olvidados.
Habría que ver qué es lo que pasa; me pasa; pasándome en titulares sin negritas como un viejo periódico, a la velocidad del tren bala en el viejo Ferrocarril San Martín, abriendo paso a pueblos y ciudades, a razas y costumbres, uniendo pasados y presentes.
Sigo sin poder oír el diálogo entre el joven y la señora que me pisa.
Agudizo mi oído mientras vuelvo a sentir los rieles en mis pies, que ya no están fríos, se sienten bien, miro el reloj, 22.00 horas; la lentitud se transforma en elogio y sentimiento , no hay apuro en mí. La sensación de paz aún no es plena pero comienza a invadirme, cuanto nacimiento desconocido acechándome. El silencio descorre su manto gris y la luz se hace, vuelvo a oír:
-¿Vio, este hombre que estaba antes en su asiento?, dice el joven con cabello renegrido impecable y sus mirada entristecida.
- Sí,¿ había un hombre?, responde gentilmente la señora, cuya cabellera no es ni rojiza ni bella.
- Sí, un señor amable, sin una edad muy definida, pero que superaba los cincuenta.- dice el muchacho, con la impunidad de la juventud.
-Parecía dormido y con placidez, pero cuando la pelota de los chiquitos le pegó en la cara, no se movió. Se había ido. Con Dios, bah, con quien haya querido irse. (Volviendo a mostrar sabiduría llana y concreta).
-¡¡¡Pobre hombre!!!.
- Nadie es pobre a la hora de morir. Sólo se muere.
Jovencito, que placer haberte conocido en este viaje, así comprendí lo ocurrido. A la hora 22, con demora.
Fin.

Texto agregado el 05-01-2007, y leído por 288 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
04-03-2007 Si es una narración fantástica.... no me importó demorarme leyendo porque no perdí el tiempo.... te felicito... cuenterodeilusiones
22-02-2007 kise decir extenso pero gusto :) HerioL
22-02-2007 extenso peor me gustó HerioL
13-01-2007 ¡Qué crónica de una vida y un viaje en tren!.Pateticamente real.***** tequendama
06-01-2007 laaaargo paloma_del_sur
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