El tren caminaba despacito y relajado por la pradera inmensa.
Infinita.
Los viajeros eran tres caballeros negros, cada uno con sus datos, su fuente, sus ideas.
Todos tenían el cuerpo repleto de 10 millones de imágenes recogidas aquí y allá.
Eran tres caballeros negros...
Su mirada serena contrastaba con la angustiada oreja del maquinista;
que repetía para sus adentros sus eternas letanías, mientras oteaba el horizonte.
Sus ojos sólo veían su nariz, pues ésta era su única preocupación.
Tenía su nariz muy agasajada y querida, era su fuente de pasiones, de sufrimientos,
de alientos.
Todo pendía en ella:

-Jarras de vino espumoso
-Tiendas de sopa
-Cuerdas larguísimas de ropa tendida
-Alguna que otra misa
-Algún que otro recuerdo ...

El desdichado amaba su grandiosa y miserable nariz.
La perseguía sin descanso durante las noches, esperaba algún día rociarla
con gasolina para acabar con ella para siempre, pero como en un círculo vicioso
toda vez que odioso.
Nunca terminaba el asunto en un claro desenlace, y como sufrido jinete de hierro esperaba que las gaviotas golpeasen sus tímpanos molidos de traqueteo.
Al depuntar el día el idiota seguía siguiendo su pensamiento. Los fariseos negros pronto dieron rienda suelta a su desquicio largamente contenido y prorrumpieron en algazara
de serpiente.
Todo terminó como había comenzado, escudriñando codo con codo su vecino y
sumergiéndonos en letargo de ensoñación.



• Fin del último episodio.