Me senté a esperar. Me perdía en cada rostro cobijado por la noche cuando nuestras miradas se encontraban. Pero retornaba a mi refugio guiada por un cálido tick-tack. Entonces cerraba mis ojos y comenzaba a tararear una canción en mi mente, una diferente a la cual te cantaba cada noche a través de aquel cristal. Un simple pasatiempo para evitar que aquellas agujas golpearan tan fuerte sobre mí. Pero era inevitable. No lograba mantener mi mirada fuera de aquella puerta dorada, ansiosa de ver tu rostro jovial, empapado por las luces de la ciudad, garantizándome que toda esa espera no había sido en vano. Tu sonrisa era mi recompensa.
El tiempo corría, aquella puerta era ahora una ventana y mi muñeca no más que un cúmulo de cadáveres de los minutos pasados. Abrí mis ojos y te sepulté en mi mente. Al atravesar dicho ventanal sentía como sus cristales se posaban sobre mi cuerpo, resguardándome del oscuro frío, como si un abrigo cayera sobre él. Me senté afuera. En ese momento me volvieron tus palabras y te enterré aún más. Ya no había puertas, ni ventanas, ni afuera, ni reloj. En cada suspiro se escapaba una pequeña gota de mi alma de la cual había bebido inconscientemente.
Finalmente recibí tu mensaje. Recorro tus palabras con reticencia y enojo. Pero luego muerdo mis labios y las abrazo, las apreso con mis manos para no dejarlas ir, para que no me vuelvan a abandonar otra vez.
Sentí las agujas punzando mi espalda nuevamente, elegí una nueva canción y la esbocé en mi mente. Imaginé una puerta, con bordes de plata, que me dejaba corretear por allí y me senté pues sabía que siempre iba a esperarte.