Lloró. Se tomó el brazo y lo acarició mientras sus lágrimas tajaban el contorno de sus mejillas. Era fácil afrontar el dolor, pues ya era parte de su rutinario mes de insulsa existencia. En realidad siempre buscaba una excusa para sentirse triste; eso lo mataba, lo pulverizaba pero parecía inevitable y necesario.
Había tenido una infancia alegre, llena de caricias y amigos. Cada domingo sus ropas se veían azotadas de grandes manchas de salsa, de la lasaña de la abuela. Luego se agregaban a éstas las de chocolate, las de crema y las de coca, transformando así la remera y los pantalones en un tablero de TWISTER. Oh! Aquel juego, el que siempre jugaba con sus tíos y padres, donde siempre resultaba ganador a pesar de no poder reconocer la mano izquierda de la derecha.
Pero ahora nada era igual. Hacía años que no veía a su abuela y sus tíos eran figuras que se esfumaban con la débil brisa. Cuando los veía sentía un gran espacio imposible de atravesar, se convencía a si mismo de lo inútil que era seguir intentando, y encontraba un agradable refugio en la resignación.
Las ideas que intercambiaba con sus amigos ya no eran de su agrado, las encontraba simples, estúpidas, sin sentido. Creía que ellos hablaban en un idioma que no lograba entender, y que tampoco pretendía aprender. Ya no era más feliz. No lo comprendía. Luego entendió que estaba solo. Ya no existía el amor y la amistad era una espada que lo arrinconaba contra la pared, aquella pared tan familiar, tan propia. Se detuvo a pensar y lloró.
Quería morir, desaparecer del mundo. Sumirse en la nada para terminar con el todo. Pero estaba tan vivo, tan abandonado, tan asustado. Ahora no sólo tendría que defenderse ante los demás sino que debía afrontarse a si mismo, el peor de sus enemigos. No podía manejarlo y mucho menos entenderlo. Infinitas depresiones y llantos que siempre terminaban en conclusiones vacías, ilusiones gastadas, sonrisas quebradas, respuestas sin preguntas, y finalmente Silencio, Desolación. En ese entonces el miedo lo abrumaba. Sabia q él vendría, sus ojos se iban a encontrar y ya ninguna lágrima lo protegería. Se paraba y enfrentaba los golpes con gran dolor y desesperanza, ser juzgado ya era un juego. Sonrió por un momento, se sintió feliz, victorioso, y fue entonces cuando cayó fuertemente el pavimento. La herida era un alivio, la soledad un pasatiempo, y la muerte un placer inalcanzable.
Desperté. Lloré. Tomé mi brazo y lo acaricié. Saboreé una lágrima que merodeaba por allí y salí en busca de una excusa para sentirme triste.