La tribu había emprendido una vez más el camino en busca de un lugar conveniente para instalarse. Cuando llegaron a las tierras de Bohemia, la primavera renacía con fuerza y una alegría contagiosa los hizo sentirse más ligeros.
Chej, el patriarca de esa tribu eslava, una entre tantas otras, ordenó detener la larga fila de hombres, mujeres, niños y todo ese pequeño mundo de animales domésticos que los acompañaban. El lugar le parecía espléndido, hacía varios días que no cruzaban otras tribus, y Chej pensó que podría ser el sitio propicio que hacía tanto tiempo buscaba para instalar a su pueblo. Decidió entonces escalar el cerro al borde del cual se habían detenido a descansar, y desde la cima contempló extasiado el panorama que se extendía a lo lejos mientras pensaba que era el lugar que siempre había soñado para asentarse definitivamente. Se quedó observando detenidamente los alrededores para ver si descubría alguna columna de humo, un sendero o algunos tocones de árbol, signos evidentes de presencia humana. Su corazón se llenó de júbilo al comprobar que el lugar estaba virgen de cualquier ocupante extranjero. Entonces se dirigió a su pueblo:
- En esta tierra, la miel y la leche corren en abundancia. Aquí nos quedaremos, ésta será nuestra patria.
Una gran ovación saludó sus palabras y una onda de enrgía festiva se propagó por toda la tribu. Esa noche bailaron y cantaron celebrando la buena nueva, Chej había sabido encontrar la tierra que los acogería por muchos siglos, y ésta, en su honor, se llamaría Chejy, es decir, la tierra de Chej.
El pueblo checo dejaba de ser nómade para sedentarizarse y forjarse una identidad, un nuevo país nacía en el corazón de Europa.
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