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Había una taza de café en la vieja mesa del rincón. Yo estaba frente a ella esperando el whisky que no llegaba nunca y mi boca era ya una esperanza de viernes trasnochado en expectante transición. Miré aquella taza de blanca porcelana envejecida por el uso. En sus cimientos se bamboleaban los posos de una dama que dejaba su presencia en la noche de cualquier día gris. Allí habían quedado las huellas de su carmín ligero, rosado, perfumado. En trivial anonimato sus labios se habían confesado entre besos al espejo por donde corría desbocado el café dispuesto a navegar entre aquellas miasmas con nombre de carmín.

Comenzaron a brillarme los ojos sobre la loza como dos conchas trilladas y encharcadas. Las cafeínicas charcas me poseían y los efluvios de una desconocida regresaban en el rosa de sus labios pegándose a mis lagos oculares.

Tomé la taza entre mis manos. Besé el carmín y penetré como el mar en la pura blanca loza envejecida. Me abandoné a sus aguas desproporcionadas y carnosas y sus flores de esponja me acariciaron entre los restos convirtiéndome en un anhelo de llaga desperezándose en la tarde.

Allí crecieron mis llagas en rosácea floración mientras yo me perdía en los entresijos de una desconocida. Me fui, persiguiendo a mi soledad y en esa ausencia mi propia rosa ocupó un lugar junto a la taza y juntas respiraron el aroma de un whisky sin dueño.


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Bilbao, 2003 ®-I.B.R.