Cada vez q me quedo solo, y tengo unos minutos para desconectar, me viene el mismo pensamiento, de la misma manera que me viene la pesadilla que me ha vuelto a despertar esta noche y que acaba con mi existencia de una manera tan dramática y taquillera.

Hoy estaba de nuevo en ese bar gallego que está a un paseo de mi nuevo trabajo. A pesar de que había bastante gente cuando he entrado, he conseguido situarme en el único sitio que permite ver la calle mientras comes algo. Allí sentado, enfrente de la pared de chapa haciendo de espejo a escasos centímetros, puedes ver a la gente que viene por el otro lado. Aunque sea de manera tan cutre, las vistas son agradables y, sobretodo, entretenidas. He vuelto a pedir el mismo bocadillo del primer día, igual de sabroso pero un poco más escaso, una botella de agua y me he dedicado a disfrutar del momento.

Mientras llenaba el estómago, me iba fijando en la gente que pasaba por delante de mí y que venia por mi espalda, los que paraban en la acera con la moto, el semáforo atascado... Supongo que alguno que pasaba por delante y que hacia lo mismo que yo, me veía con los carrillos hinchados y la mirada un tanto perdida, pensando donde le había llevado su mente a ese señor de la camisa a cuadros. Lo odio, pero he de reconocer que cada vez me llaman “señor” más a menudo.

Siempre que me encuentro en este estado de paz, me imagino un encuentro inesperado con alguien conocido pero lejano en el tiempo. De repente, veo en la chapa el reflejo de quien yo creo que es. Me giro y efectivamente, es ella. La miro tanto que mis ojos no pueden captar todos los detalles. Su abrigo, su mirada, sus prisas, su pelo… En unos minutos todo se habrá difuminado, será una figura en el recuerdo. Creo que ella me ha visto y, efectivamente, clava su mirada en la mía. A pesar de todo, detiene sus prisas, sonríe de una manera un tanto extraña, entre forzada e incrédula, da media vuelta y entra en el bar. Dos besos y comenzamos a hablar.

No, no, no. Un encuentro casual demasiado idealizado, tengo que poner de mi parte. Veamos…

De repente, veo en la chapa el reflejo de quien yo creo que es. Me giro y efectivamente, es ella. Va con la cabeza agachada, mandando un mensaje por el móvil. Estoy deseando que levante la cabeza. “¡¡ Mírame mírame mírame!!”, pienso. Pero ella sigue a lo suyo. Saco un billete del bolsillo y dejo el bocadillo a medias. Salgo corriendo del bar, me acerco a ella sin dejar de pensar como reaccionará, haciéndome a la idea de que su reacción será más mala que buena.

La llamo sin levantar la voz pero firmemente. Ella se para y se gira. Me mira atónita, definitivamente la he descolocado. Me mira de arriba abajo de forma disimulada, intenta sonreír pero no lo consigue. Dos segundos eternos hasta que acierto a decir “hola”. Intento que mis primeras palabras sean agradables pero no se muy bien lo que digo, solo pienso en otros momentos mejores que vivimos. Parece como si ella estuviera pasando por lo mismo. Nuestra conversación es hueca, sus ojos brillan casi como los míos. En mi mente ella está en mis labios y me rodea con sus brazos. Ahora ella no puede dejar de sonreír a pesar de que solo la he preguntado por su trabajo. En su mente debo estar en algún sitio muy parecido al mío, o esa impresión me da a mí. Seguimos hablando un par de minutos, hasta que nos damos cuenta de que tenemos obligaciones.

- ¿Me llamaras?
- Claro, a ver si termino pronto mañana y nos tomamos algo juntos
- Yo te llamaría, pero perdí el móvil y con él tú numero
- No te preocupes, yo tengo el tuyo, mañana te llamo

Acabo de llegar a la puerta de la oficina, todo mi sueño se disipa al llamar al timbre, acabo de recordar que me están esperando desde esta mañana unas cuantas facturas para que las revise. Pero hoy la he visto de nuevo, en la chapa que hace de espejo en el bar gallego. Y sonrío.