Érase una vez un niño que tenía que escribir un cuento alegre a una profesora malvada que no dejaba de mandarle esos deberes. El niño era muy bueno en ciencias, mates, dibujo… pero no sabía escribir. Tenía ese defecto.
La señorita Kap Ulla, de origen italiano, era una señora mayor y muy mala con los niños. Tenía gafas afiladas y dientes sudorosos, odiaba cualquier cosa por debajo de un metro veinte y su mayor afición era morder a los pobres e indefensos cachorritos.
Nuestro amigo Joselito se pasaba el día inventando fórmulas para envenenar de felicidad y buen humor a la “seño”, hacía ecuaciones imposibles para deshacerse de la malvada bruja, dibujaba planes perfectos en los que la mala terminaba sonriendo, pero nunca funcionaban, a veces porque ella era muy lista, otras era salvada por su fiero y tenebroso perro, “Spaghetti”. El can era enorme, ojos inmensos, dientes infinitos, parecía una sierra eléctrica, no dejaba niño vivo que se escapara del colegio, y además, defendía a la ya de por si temida diplomada.
Un día, la malvada bruja se encontró con su hermana, la siniestra “Rojacruz”, que se dedicaba a pedir limosnas por las céntricas calles de la ciudad. Era una señora jorobada, con pelo sucio y lacio, que asustaba a los tranquilos clientes en las terrazas y les robaba sus cosas de valor cuando éstos se quedaban embobados ante tan siniestra estampa.
Rojacruz le pidió a su hermana un niño enclenque y débil pero con cara de buena persona para hacer la calle con él, y ella le dio a Joselito. A pesar de que iba a ser esclavizado, el muchacho era feliz, ya que iba a salir del cole, algo que nadie había conseguido contar.
Joselito salió de allí sonriendo, bueno, no demasiado porque a la señorita Ulla no le gustaba que sonrieran. Se llevó su cuaderno para poder escribir todo lo que veía. Vio todo lo que se había imaginado: nubes, flores, pájaros, gente sonriendo, un mundo de colores entre los que pasaba desapercibido Rojacruz, con sus tonos negros y grises. Joselito no paraba de escribir, parecía que por fin su cuento iba a poder ser terminado.
Terminó el día y volvieron al colegio. Joselito ya tenía su cuento, pero antes de entregarlo, decidió hacer un par de cambios, y así quedó:
“Érase una vez un niño que tenia que escribir un cuento y puso lo siguiente:
Señorita Kap Ulla, déjeme en paz con sus cuentos. Yo se que usted es una buena persona y que está deseando volver a ser la que era antes de irse de su casa, así que aquí le dejo una flor y un beso para que no olvide que no hace falta irse tan lejos para buscar y no encontrar la felicidad” |