Nos fuimos a las afueras de Lima a celebrar el Año nuevo, habiéndolo planeado todo cinco días antes, como perfectos aventureros juveniles, sólo que nuestro promedio estaba entre los 30 y los 40.
El viaje empezó realmente, sobre las doce y media del día, sentados bajo el cuidado de palmeras artificiales, durante un intercultural y extensísimo cevichazo en Asia. La pasamos genial, junto a Pochoclo, -un argentino renegón que a todo le decía "me metés cuento ché"- y a Yuri, el novio ruso de nuestra mejor amiga, al que le enseñábamos "palabras nuevas" en un supuesto español, que en realidad, sólo él desconocía que eran tremendas lisurotas. Terminado el ameno festín, con Yuri aprendiendo que la risa a veces suena a burla por estos lares, y al menos veinte palmazos y sopapos de su novia, partimos más unidos que nunca, dispuestos a "hacerla linda en el río", ya que a todos se nos había prendido el foquito de dejar, la playa cómoda del bongaloo, por la aventura adrenalínica llena de mosquitos y piedras redondas.
Ya sin nada en el estómago, a más de 40 kilómetros, desde el último letrerito que decía "A Lunahuaná", luego de haber visto como veinte de esos y haber recorrido medio Cañete, por fin llegamos al Pueblo, a sus camarones y a su olor a Canotaje y turismo de verano.
Los dos autos, habían dado más vueltas sobre la carretera, que la carretera misma alredor de los cerros en el Valle, así que había que reponer energías para dar vueltas, más bien bailando, durante la fiesta. Eran las siete y cinco de la noche cuando llegamos, y hasta las doce, cuando nos abrazamos, en lo único que pensaban la mayoría de mis amigos, era en treparse al río sobre un gomón, como insistentemente gritaba "Pochoclo" mientras todos se reían: ¿yyyyyy qué mañaaaaana la hacemos con el gomón muchachooooooooos? Siii!! - respondían todos.
A la mañana siguiente, luego del festejo y después de resucitar saboreando cinco platos de camarones tamaño jumbo, emprendimos el corto viaje hacia el centro de Lunahuaná. El río sonaba a cuatro cuadras. El sol ya no quería trabajar, así que había que contratar el servicio y salir lo más pronto, pero volando. Nos dijeron que a dos cuadras de la Iglesia, por el lado derecho, estaban los mejores. Y es que para hacer canotaje, las chicas exigían seguridad, y nosotros, sólo esperábamos, una inyección de adrenalina y por su puesto a todo Yuri, el ruso, sólo decía, Yaaaa, después venían los peñizcones de Rocío, jajaja.
Después de arreglar el asunto del precio, poniendo de relieve que diez muchachos limeños en busca de diversión son un negocio redondo- dimos con nuestro proveedor de aventuras para novatos sobre el río: Una especie de pescador chicha súper risueño, de uno "sin cuenta" de altura y más de uno de doble cintura, sin zapatos, con un short a media nalga y de profesión, más humorista que guía de canotaje. A las chicas les cayó súper, así que por complacerles, aceptamos por esta vez, que hubiera alguien más simpático que nosotros. Luego de abonar los diez dólares por cabeza, emprendimos el traslado, hasta el punto de embarque. Una vez allí, nos aprovisionamos de todo lo necesario y empezó lo bueno:
- A ver chicos, son cinco lecciones rápidas ¿ok?
- ¿5 lecciones y es todo? - Me dije a punto de elevar un reclamo.
- Bueno si, es el nivel "principiantes" Señor, eso es todo.
Parecía que los diez dólares no alcanzaban para más, así que con los cascos de protección, los salvavidas añejos y los remos medio retorcidos, nos hicimos al río de aventuras. Fuimos colocados uno a uno, desde el más pesado hasta el más ligero, desde la punta del gomón, hasta el final de éste, que parecía una hoja de papel bailando, a causa de la distracción total de todos nosotros:
- Mira mira, un colibrí sobre tu hombro.
- Wow ¡Cómo baila!
- Dirás ¡Cómo vuela!
- ¡Atentos muchachos!
Trepados todos, y luego de recibir un nuevo recordatorio de las instrucciones elementales, terminamos inundando el bote en el primer intento por salir a la corriente y a la zona correcta. En el segundo intento, cuando el otro bote ya lo había logrado, y a pesar de avanzar de espaldas al río, nuestra velocidad de dos minutos por metro cúbico, logró llevarnos a la corriente central, lo malo, era la zona de avanzados. Teníamos que salir de allí, más rápido que volando. Sin aún empuñar los remos, con algunos al revés, otros al aire, algunos distraidos y otros petrificados, nuestro guía, tomando al vuelo un giro increiblemente expectacular, nos puso a tono, sálvandonos de pasar de "principiantes" a "avanzados" sin tiempo para lecciones relámpago. Gracias a los enormes brazos de nuestro guía, no tan apreciado al principio, nuestras palpitaciones regresaron a sus niveles normales. Eran "nuestros brazos" los menos simpáticos en el bote ahora, y las chicas reían mirando a su héroe salvador.
Más que la proesa, el susto, me hizo recordar el chistecillo de mal gusto que hizo el conductor, minutos antes de llegar al embarcadero de turistas aventureros, durante el traslado:
- ¿Y tú? ¿eres el ayudante? - le pregunté a un chiquillo medio flaco, que no sabía qué función cumplía en el servicio-
- Él es el chico de la funeraria Señor.
- Jajjajajaja -Rieron todos..-
- ¿Queeeeeeeeeé cosa?? - Le dije empuñetado mientras me coleteaba el mal carácter..
En menos de dos segundos, el recuerdo se remojó sobre mi cara, tenía el pulso sobre el río y me habían pasado por encima, casi cuatro duchazos helados, formados por una pequeña ola, que de pequeña sólo tenía la dimensión aparente. Otros dos segundos más y apareció un subibaja de agua, palanqueando el gomón sin cuidado alguno, desde abajo hasta el cielo, haciendo que la oncena de tripulantes inexpertos a bordo, parecieran peso pluma:
- ¿Y que tal? ¿harta adrenalina no? -Dijo el guía, con sus últimos resquicios de héroe autorizado, para que luego, las chicas nos hicieran cambiar la cara de perros rabiosos que llevábamos, con tan sólo una mirada de control femenino.
Nadie respondió por que lo único que queríamos era ya terminar el paseito acuático. Aunque tras cada latido, los salvavidas añejos, se sentían como recién comprados ayer, y el gomón rendía, como si fuera trimotor. Todo iba perfecto, todos, felices y contentos a pesar del remojón permanente.
- Señor su cámara no la puede subir al bote inflable.
- Ok. ¿Y quien va a tomar el video?
- Si gusta me enseña y yo los filmo desde la carretera.
- Ok, me parece genial. Mira: ¿ves este botón...?
En una curva, otra vez todos de espaldas, me pregunté si las cinco lecciones sobre el uso de mi cámara digital en modo video, a favor del "chico funerario", harían el mismo efecto que las cinco que recibimos para graduarnos de remeros, ese día, sobre el río.
De pronto, un cúmulo de piedras, y nuestro contrincante, el otro bote, nos ganaba la carrera, con los remos en alto, gritos de enrojecida victoria, con el viento a su favor y a pesar de contar con tres pasajeros adrenalínicos menos y dos chiquillos entre sus combatientes. No era posible, así que tras el sentir generalizado, nuestro guía tomó el mando y el reto y enérgicamente, a puro pulmón:
- ¡Derecha atrás!
¡Adelante todos!
¡Ahora muchachos! ¡Con fuerza!
¡Ya! ¡Detenerse!
En un santiamén, otra proeza irremediable, nos colocaba de nuevo a la delantera. El costo: un empapado grupal endiablado, los tímpanos fundidos por el chillido de las chicas, los músculos a punto de descolgarse y por supuesto, los diez dólares convertidos mágicamente, en más de cincuenta.
Se abrío el camino, -cuidado con las ramas-, - chicos saluden al video sobre el puente-, y otra vez:
- ¡Adelante todos!
¡Izquierda atrás!
¡Detenerse!
¡Ahora sí!
¡Con fuerza muchachos! ¡Con fuerza!
Cuarenta y cinco minutos se acabaron pareciendo veinte. Habíamos llegado al final del tramo y el río ya nos respetaba, revoloteando tan satisfecho como nosotros. No hubo vencedor, ambos botes llegaron estrellándose sin riesgo y explotando en la alegría de sus pasajeros enormemente agradecidos.
Y al final, de regreso apretados dentro del ómnibus, con tres tripulantes entumecidos, dos resfriados, con mi cámara digital sin video, y con veintidós sonrisas satisfechas, yo sólo agredecía, haberme dejado llevar por "la presión social", vencer el miedo de subirme al botecito y haber sido convencido por mi esposa, de no quedarme viendo la t.v., en la cama del hotel. |