Le sudaban las manos, le temblaban las piernas, le escocía el alma. Sentía miedo. Un miedo escalofriante que se introduce en el cuerpo, que estremece y que hace palidecer, ese miedo que provoca sudores fríos, helados, convulsiones, ese miedo que altera el ritmo de la respiración. Le escocía el alma, el orgullo, pero sobre todo, la dignidad.
Allí estaba, sentada sobre unas hojas secas, bajo un árbol, en medio de la oscuridad; como si contemplara la lluvia, pero con la mirada perdida, el rostro ido, el pensamiento lejano. Tenía una imagen clavada en su mente, una imagen, de siempre, que le traspasaba el cuerpo como una lanza hasta destrozar sus ilusiones.
Se sentía defraudada, sola, se sentía insegura, paralizada por aquel rostro; sin fuerzas para actuar. De repente, un rayo, un trueno y un relámpago la hicieron volver al mundo de los vivos, y darse cuenta de que tenía que actuar, de que no podía quedarse de brazos cruzados viendo el mundo a través de un cristal oscuro.
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Cua ndo volvía a su casa el sábado por la noche estaba asustada. Era de noche, tarde, hacía frío y amenazaba con empezar a llover. Se sentía observada en la soledad de la oscura calle por una mirada que la atravesaba, por unos ojos invisibles que se clavaban sobre ella, se volvió, pero no había nadie. Siguió andando cada vez más rápido, sintiendo todavía unos pasos pegados a los suyos, una sombra sobre ella; temía darse la vuelta, comenzó a angustiarse, siguió incrementando el ritmo de sus pasos, apretando fuertemente sus manos, casi con los ojos cerrados, pidiendo al cielo estar equivocada, pidiendo a Dios que todo fuera producto de su imaginación.
Al doblar la esquina, una mano fría, gruesa, grande y sucia la agarró por la boca, y al tiempo que la arrastraba y la amenazaba con quitarle la vida, la llevó a las tinieblas de un jardincillo. Él era alto, grueso, tenía una constitución que le resultaba familiar. Comenzó a llover. Por entre las aberturas de su pasamontañas, pudo reconocer unos ojos grandes, oscuros, encolerizados; unos dientes amarillentos por la acción del tabaco, que además daban a su aliento un sabor amargo.
De repente, comenzó a besarla, a desvestirla, a amenazarla. Ella, enmudecida por el pánico, lloraba de miedo, de rabia, y de dolor. Intentó quitárselo de encima, pero era mucho más pesado que ella, más fuerte, más grande. En un descuido le quitó el pasamontañas y en su rostro se dibujó una expresión de decepción y de sorpresa. No podía creerse lo que veía, él, mientras, corrió calle abajo, dejándola perpleja bajo el árbol, bajo las estrellas, bajo la lluvia...
¿Qué haría ahora cuando lo viera? Era su inseparable compañero, su amigo del alma aquel que huía, aquel que había intentado violarla... Pero ¿por qué?, Y sobre todo ¿por qué él?, La persona a quien tantas veces había contado sus miedos, ahora la aterraba; la cara amiga que le daba seguridad ante los problemas, le producía desconfianza; el rostro que tantas sonrisas le había brindado, le daba nauseas; los brazos que tanto apoyo le daban con sus abrazos, la hacían estremecer; porqué era capaz de hacerle eso.
Le sudaban las manos, le temblaban las piernas, le escocía el alma. Sentía miedo. Un miedo escalofriante que se introduce en el cuerpo, que estremece y que hace palidecer, ese miedo que provoca sudores fríos, helados, convulsiones, ese miedo que altera el ritmo de la respiración. Le escocía el alma, el orgullo, pero sobre todo, le escocía la amistad.
Allí estaba, sentada sobre unas hojas secas, bajo un árbol, en medio de la oscuridad; como si contemplara la lluvia, pero con la mirada perdida, el rostro ido, el pensamiento lejano. Tenía una imagen clavada en su mente, una imagen, de siempre, que le traspasaba el cuerpo como una lanza hasta destrozar sus ilusiones.
Se sentía defraudada, sola, se sentía insegura, paralizada por aquel rostro; sin fuerzas para actuar. De repente, un rayo, un trueno y un relámpago la hicieron volver al mundo de los vivos, se levantó y puso rumbo a la comisaría, mientras un arco iris llenaba la noche de color.
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