Yo miraba oculto tras la larga cortina de flores, intentando no delatarme al pisar los cristales del suelo, intentando seguir oculto y poder observar desde mi anonimato, a mi musa y su sobervia.
Ella, la de la larga melena rojiza, yacía perezosa sobre el viejo sofá que en un lejano pasado debió de ser rojo, tan rojo como su pelo.
Se desperezó felina y alargó el brazo para cojer aquel pedazo marrón que nunca le faltaba. A su lado, sobre la sucia mesa de cristal, se encontraban también, sus inseparables secuaces, una bolsita de tabaco suave y un librillo de papelillos que envolverían con delicadeza la sustancia que la ayudaba a seguir tranquila, sino a sobrevivir.
Cogió el mechero mientras se echaba un mechón de fuego por detras de la oreja. Yo seguía oculto, nada más quería contemplarla en su entorno natural, dejarla ser como es, espiarla en su habitat, aquella casa abandonada y ocupada hacía tanto tiempo por los naufragos de la vida, aquellas personas a las que el sistema había dado la espalda. Ella prefería pensar que había sido ella misma quien les había dado la espalda, ella quien había renegado, ella la que no quería. Fuera como fuera mi reina quemaba la piedra de la que salía su propio olor, un olor a incienso que se podía notar en su pelo, si tenias la suerte de estar lo suficientemente cerca.
Con su gracia, ese aire cansado, majestuoso que la definía, mezcló las finas hebras de tabaco mientras tarareaba algo. Me encantaba verla así, bajo ninguna presión, dejándola liberar todo su encanto, dejándola conversar con las voces de su cabeza, oyéndola cantar las canciones que vivían bajo su pelo rojo.
Cogió un papelillo y le dió la vuelta mientras buscaba la zona brillante de la pega, en un gesto tan suyo que si ahora la recuerdo es esta imagen la que me viene a la mente, esto y su pelo rojo.
La musa cambió de postura, estiró las piernas mientras liaba entre sus dedos con cariño, y yo me imaginaba como lo haría conmigo mientras me acurrucase entre sus brazos. Por fín sacó la lengua, aquel músculo rojo y brillante, aquella humedad en la que yo quería perderme, para pegar el porro, para acabar por fin su obra. Prensó y lo encendió soplando con cuidado las cenizas del papel sobrante, como quien pide un deseo. La primera calada le hizo cerrar los ojos, el humo blanquecino y espeso le trepaba por la cara, él tambien quería llegar a su pelo y besarla lentamente.
Yo la miraba extasiado, imprudente, casi olvidaba mi condición de espía y de repente ella se levantó y comenzó a bailar. Tranquilamente, sin dejar de fumar, levantaba los brazos y los movía con delicadeza, como una zíngara, reía, cantaba, hablaba sola y fumaba. Mi diosa era feliz, absolutamente ella. Irrepetible.
Volvió a sentarse, a mi me dolía ya la espalda de la postura encorbada en que estaba, pero no podía separarme de aquella ventana por la que se veía el paraiso. Sus labios rozaban y se apretaban para aspirar el humo de la vida y tras unos instantes volvían a abrirse para dejarlo escapar.
Ahora tarareaba una musiquilla melancólica, se cubrió la cara con las manos sin soltar el porro. Comenzó a llorar suavemente, como cuando la lluvia se convierte en sirimiri y casi no la notamos. La pelirroja no es una chica normal, ni siquiera es una mujer diferente, mi pelirroja es un ser único forjado de soledades, lágrimas, orgullo. Mi pelirroja nunca podría amarme, porque no es humana.
La pelirroja es un ángel enganchado al THC. |