Desperté ligera, esbozando una sonrisa que se congeló al segundo, porque luego, esa aflicción conocida desde tanto, me atrapó. Un despertar inocente, indefenso, lleno de olvido y de golpe la realidad, entonces al tomar conciencia de ella, esa angostura en el pecho que no deja pasar el aire y que sólo puede ensanchar el llanto. Sin abrir los ojos, alargué el brazo derecho y palpé la ausencia de aquel hombre que había abandonado mi vida. Encendí la luz, miré el reloj, eran las tres de la madrugada.
Quise retomar el sueño inconcluso, volver al agua, traté de recordar,... nadaba en un lago, no, en un río de corriente suave. De pronto estoy sentada en su orilla y ante mis ojos, paso deslizándome plácida, tendida sobre una balsa de troncos. Visto una túnica blanca y de mis manos enlazadas, asoma un ramo de margaritas y mí rostro está sereno. Miro como quien mira a una desconocida. Luego la imagen se acerca despacio, como el lente de una cámara. No hay movimiento, las aguas se estancan, todo se reduce a una fotografía en blanco y negro en una página de diario. Y bajo ella, unas letras que no alcanzo a leer... No pude retomar el sueño, no pude dormir. Me faltó su espalda para apoyar la frente donde encontraba esa tibieza, que me traía calma.
Es mejor permanecer despierta. Me levanto y abro la ventana. Hace calor. Desde algún lugar me llega el lamento de una guitarra. Tal vez sea un insomne, pienso, que como yo, ha decidido no dormir porque teme despertar. Vuelvo a la cama, indefinidamente deshecha. Recorro con una mano la huella que no he querido borrar y que aún se dibuja en las sábanas blancas.
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