Buenos Aires, 1975
Creo que hoy vence el pago de la cuenta de gas. La boleta aún permanece en el fondo de un cajón lleno de papeles. La encuentro, compruebo que es cierto lo que señalé antes y salgo con la papeleta y el dinero en un bolsillo. Voy al banco, hago una cola de dos horas- precavido, llevé un libro en el otro bolsillo-, pero el cajero cierra la ventanilla casi frente a mis narices. Deberé ir a Gas del Estado para pagar mi boleta vencida. Tengo cinco días de plazo para hacerlo sin multa.
Hoy viernes –tres días después del anterior- fui, pero llegué exactamente a las dos de la tarde; la sucursal había cambiado su domicilio y cuando encontré el nuevo, ya cerraba sus puertas al público. Postergaré este trámite para el lunes, o el martes a más tardar.
No volví a la sucursal de Gas del Estado. Francamente, lo olvidé por completo hasta que me interrumpieron súbitamente el suministro de gas. Ahora, previo pago de la deuda, debo pedir a la Central que me envíe un inspector para que lo habilite otra vez.
En mi departamento, el hombre ha encontrado una llave de gas antirreglamentaria de una estufa que utilizaba el anterior inquilino, que así no puede quedar: Hay que cerrarla, o colocar la estufa correspondiente –con tiraje hacia el exterior y demás yerbas-. Hice cerrar la llave, pero para ello utilicé un técnico que no era agente autorizado. Al llamar a Gas del Estado para la última inspección, me solicitaron el comprobante que certificara que el trabajo había sido hecho por alguien de dicha empresa o facultado por ella. Bueno, no vale la pena abundar en más detalles; resumiendo, como corolario del episodio, debí abonar unas setenta veces el valor de la boleta y esperar un mes y medio para calentar, en la cocina, el agua para mis mates.
Estoy sentado en un sillón frente a la puerta de calle. Pasan un sobre por debajo de la misma. Parece oficial. Sí, es de Gas del Estado. Lo recojo y, mientras lo abro, sudo y me tiemblan las manos. Agitado, me siento otra vez en el sillón, cuando una picazón espantosa de ronchas urticarianas se apodera de mis piernas, de mis brazos, de mi espalda. Salgo corriendo, huyo del departamento, rascándome con las dos manos. No puedo esperar al ascensor. A pesar de que estoy en el octavo piso, me largo corriendo por las escaleras hacia el banco. El pago de la boleta vence dentro de quince días, pero no importa. Iré al banco y esperaré, día y noche si es necesario, hasta que me cobren. ¿Otra vez con la misma historia...? ¡No! –me digo-. ¡Una y mil veces no!
El prurito se acentúa; las ronchas, enormes, deforman mis líneas y ángulos habituales. La hinchazón se cierra sobre mis ojos, adentro de mi cuello, impidiéndome ver y respirar, hasta que me transformo en un horrible y pruriginoso globo, que pierde su peso y asciende por el hueco de la escalera hacia el último piso.
Guardo el sobre, que sostuve por unos instantes en mis manos, junto con otros papeles. Mañana, o pasado mañana iré al banco. Sí, tal vez mañana mismo. Entretanto, observo que en mi zapato de gamuza oscura, una diminuta mancha de talco brilla como la primera estrella del crepúsculo.
Acostado en la cama contemplo, a través de la ventana abierta, un cuadro negro salpicado de estrellas. Y allí, a mis pies, observo mi pequeño y privado cielo. Sí, porque esa pizca de talco que cayó sobre mi zapato, y que no limpié -ni pienso hacerlo-, es una estrella.
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