Es delgada, esbelta y casi menuda. Camina por la calle con un paso firme, de niña que quiere ser mujer, o de mujer que no quiere ser mujer. El pelo, muy largo, escapa de su espalda para cubrirle la cara, que aparenta ser de un material muy resistente. Sus rasgos denotan una fuerte voluntad para luchar contra las inclemencias del tiempo o la realidad de la vida. Cada tres o cuatro pasos, vuelca el pelo con una mano; luego acompaña ese gesto con un movimiento de vaivén de la cabeza. Y después vuelve a empezar.
De pronto, todo en ella se ablanda. Suaviza la mirada, hace un gesto de entrega con los labios y pierde la coraza. La cabellera, acortándose, deja su cara al descubierto. Demuestra alegría, dolor, placer. Transparente como un cristal, aparecen a través de ella formas y colores que reflejan su más cálida intimidad. Ahora lleva el pelo muy corto. Ya no recurre al gesto de la mano para observar al mundo que la rodea. La ropa no la cubre ni la protege; sólo la embellece. Más allá, ves que tiemblan sus rodillas; vacila. Está a punto de caer al suelo.
Corres a su lado y la tomas de un brazo. Se apoya en ti, logra sostenerse y luego te mira sin hablar, agradecida. En sus ojos, de una transparencia aterradora, reconoces el líquido que te bañaba en un tiempo sin memoria. Con ellos te atrae, te arrastra y te absorbe sin que tu voluntad pueda oponerle una mínima resistencia. Y caes.
Cuando vuelves en ti, compruebas que ya se aleja, caminando con pasos firmes mientras se quita el pelo de la cara con el gesto. Te sientes débil y vacío, pero intentas ir tras ella. Necesitas alcanzarla. Cuando te oye, se detiene para volverse, te mira con desprecio y lanza una carcajada. Incontenible, la risa brota desde el fondo de su garganta, retumba en la nueva coraza y te aturde. Se dobla sobre la cintura, comprimiendo el vientre con los brazos. Derrama lágrimas a chorros. Tiene la boca tan abierta que parecería estar a punto de revertirse como un guante –o de partirse en mil pedazos-. Con una rabia loca la tomas de los hombros y la sacudes.
-¡Así no puedo seguir! ¡Vuelve y regrésame! –le adviertes con una voz áspera, ronca de inminente agonía. Entonces, la risa se le congela en una mueca siniestra. Sospechas que no retornará, que la situación es irreversible; no puedes resistirlo y la abofeteas. Los golpes estallan como latigazos, encendiendo sus pálidas mejillas. Cuando se recupera de la sorpresa, se arroja hacia ti con las manos como garras y la boca entreabierta. Clava con saña las uñas en tu cara y te muerde con fiereza en el pecho, en el cuello, en la boca, hasta que la sangre brota incontenible; ensucia tus ropas y termina salpicando de grana las baldosas de la vereda. Ella retrocede unos pasos y te observa horrorizada, mientras se limpia la boca con el dorso del antebrazo. Entre tanto, caes al suelo de rodillas, para luego golpear de lleno la cara contra el piso. Entonces, ella se cubre las mejillas con ambas manos, grita, y luego huye corriendo, despavorida.
Despiertas, bañado en pringosa y fría transpiración. Respiras hondamente y miras hacia un costado de la cama, donde tu mujer duerme apaciblemente. El pelo de color azabache, le cubre generosamente la espalda desnuda. Te atrae y lo apartas con los dedos, para luego inclinarte y besar la suave piel de su espalda, la base del cuello que encoge al despertarse. Se vuelve y te mira con unos ojos de una transparencia aterradora...
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