Es algo químico. Las sustancias se unen por atracción, creando nuevos fenómenos. O desastres. Y si es química, es porque en alguna parte del proceso existe una combustión. Sin oxígeno no funciona. Pero como continuamos rodeándonos de aire, diría que la combustión está. Dicen que con tanta energía contenida en nuestros estómagos, al mero choque de nuestras espaldas causaríamos un fenómeno jamás antes visto. Maligno o no, las teorías acerca de cómo esto podría finalizar son desconocidas. Lo que se tiene claro, a partir de la rigurosidad de los laboratorios, es que sólo tengo tu espalda. Tu espalda y un montón de cuentos dictados por aquella zona secreta que no debe ser revelada por ninguna parte de mi cuerpo, porque tiene una tendencia a buscar salir. Es un electrón negativo que encontró a su contraparte y empuja una y otra vez. Sigue empujando. Cuesta retenerlo. Porque así es la química.
El resultado de esta unión es incierta, pero deseable. Es la experimentación perfecta que un individuo desafiante ejecutaría. Y el desafío me causa escalofríos, remeciendo las zonas ocultas, mandando señales de auxilio.
La fórmula podría incluso hacer aportes al mundo del conocimiento, y al conocimiento que palpita por debajo de las pieles erizadas, por las sustancias que corren y recorren. Entre los impedimentos, dentro de los tantos peligros que caracteriza esta experimentación, se encuentra el que eres un misterio, una persona encubierta. Tu cara está rodeada de candados, sólo te tengo a la mitad. Pero ahí siguen estando las combustiones, creciendo cada vez. Contando cada vez. Con miedo cada vez. Tú querías revolución, ahí la tienes. Entera, formada, proyectada. La revolución de las partículas que se unen pero no. Ahí tienes tu revolución.