La escoba bailaba el vals de la mañana. El sonido, de la escoba no del vals, se filtraba por la ventana que daba al jardín. Debía de hacer horas que se había levantado la dueña del pequeño hotel, olía además a bollos calientes, y a café. Olía, se oía, se sentía como una mañana de fiesta, de domingo, de vacaciones. Me desperecé, el sol y la ventana estaban a mi espalda, y abrí los ojos buscando encontrarte, y las manos y los ojos solo encontraron tu hueco y la sombra de tu olor. Al volverme siguiendo el instinto o el sentido, te vi, en el quicio de la ventana, sentada sobre el amplio murete, desnuda, resplandeciente, bella. Dejó de oírse el vals, o la escoba, dejó de oler a café. Se oía, se olía tu cuerpo. Sonreíste y sonreí. Nos habíamos escapado, después de tanto tiempo, de tantos planes, de tantos retrasos, de tantas ciudades, de tanto miedo, de tanta huida. Te abalanzaste sobre mi, me besaste, tu cabello rubio, largo, ario, mal conjugaba con mi pelo moreno y mi nariz judía. Nuestros besos querían detener el tiempo, pararlo, ignorarlo. Quién nos iba a decir que ese vals vienés, el de la escoba, pronto se iba a trasmutar en una marcha nibelunga, y el ritmo acompasado de la escoba, por las sonoras y marciales pisadas; y los gritos, y los golpes; y el miedo en nuestros rostros. Un golpe que tira abajo la puerta, las voces, los cañones de las metralletas, la temible calavera de las SS sobre los odiados uniformes. El arrastrarnos medio vestidos, las humillaciones, el dolor de los golpes. Empujados a la comisaría: judden y alemana, mala combinación. Ella detenida, yo deportado, a los campos de la muerte. El Sol que iluminó la mañana, se cambió por plomizas nubes. Mientras ella era llevada en un camión, acerté a verla tras las rejas de mi celda. Mi sentencia de muerte estaba escrita y la lluvia se puso a teclear en su máquina de escribir. |