Se acaba el año y nos desplomamos en el vacío de los tiempos para caer parados en la brecha que denominamos año nuevo, acaso terreno mil veces hollado por nuestra humanidad hambrienta de sueños. Vendrán los abrazos y los buenos deseos, desempolvados del rincón herrumbroso en que permanecen desde siempre. Bebemos, cantamos y nos contorsionamos, siguiendo los acordes de una música tribal que nos regresa a nuestro ancestro. Nos sentimos dichosos y muy pronto, no sabemos si ese entusiasmo nos es prestado por las bebidas espirituosas o porque, de verdad, algo ha cambiado en nuestra mente. Los fuegos de artificio nos retrotraen en el tiempo y somos testigos del desastre en miniatura, de esas novas rellenas de pólvora y de esa pléyade de estrellas y cometas que imitan malamente al origen del Universo. Embriagados de luces y destellos, trenzamos nuestros cuerpos al de desconocidos que, durante el resto del año, miraríamos con evidente desprecio. El año viejo, ese cadáver opulento que velamos al son de la música estridente y sorbiendo champaña helada, se va quedando cada vez más atrás y le rendimos loas a ese reluciente bosquejo de tiempo en que ahora contendremos nuestras pasiones, esperanzas y pequeñeces.
Al día siguiente, el recuerdo de todo ese jolgorio, se confundirá con una espantosa resaca y no sabremos si hemos ganado o si hemos perdido. El paso de los días nos dirá que, hagamos lo que hagamos, jamás podremos trascender a nuestra carne y soñaremos entonces con una nueva brecha que nos devuelva la ilusión…
|