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Había un círculo enfrente de mí. Hacía tiempo que le miraba desde una quietud total, casi mística, en la intuición incomprensible de que me observaba desde su olvidado rincón, en aquella habitación de penumbras.
Mientras permanecíamos inmóviles, iban pasando las horas. Perdí la noción de cuántas y fue en ese estado de ignorancia cuando percibí un estímulo que me llegaba de forma poderosa, imprimiendo algún lugar desierto de mi memoria, del mapa de mi cuerpo, de mi cerebro, y quizás, del recorrido incierto de la vida murmurando entre mis venas.
Los minutos comenzaron a pasar como tuercas imposibles. Sobre el diálogo de trazo primitivo se manifestaba su esencia en solapada quietud, que yo percibía como inteligente y que, lejos de atemorizarme, me atraía cada vez más. Me obsesionaba aquella forma agarrada al suelo en absoluta indiferencia. En su tamaño mínimo de pequeña moneda, se escondía, sin embargo, un vacío inconmensurable que me irritaba las neuronas.
Me nacieron deseos de apropiarme de aquel agujero denso y electrizante. Poco a poco me sumergí en él, habitando entre los puntos de su línea infinita. Penetré en aquel cosmos y mis sentidos entraron en un estado de ebriedad. Embriagado, sin voluntad, me dejé llevar por lo sutil movido entre las formas que desde algún centro iba uniendo nuestros mundos paralelos. Comulgué con este acto y mi pensamiento comenzó a fluir por el espacio. Entonces todo se volvió ajeno a mi y ya no necesité dormir, ni ver, ni sentir. Algo se había doblegado en mi universo y se escribía otra página en la que no importaba yo.
Él se aferró a mi tiempo y yo dominaba por su espacio. Eran los tiempos sucesivos de la pequeñez interminable. De pronto conocí la única evidencia: yo había pasado a ser objeto de su inmanencia. Mi existencia se estaba borrando entre sus puntos inagotables, edificando entre mis perfiles su figura curvilínea. Consciente de mi vacío, conocí la aterradora sensación de haber sobrepasado todos los límites de poder volver atrás.
Me poseyó la abulia, el poder de las horas indescifrables, los días del ensimismamiento. Flotaba en mi propia disolución, redonda y esquiva. Los ojos cerrados percibían todos los dominios de la fuerza en que yo giraba y giraba sobre una mismidad disoluta. Abandonado a la divagación, flotaba sobre el azar y el tiempo sin medida y como un desesperado buscaba cualquier grieta escondida que se abriera entre las dudas. Era la búsqueda de cualquier enigma para escapar de mi forzosa rutina.
Entonces algo avanzó por encima de mi, flotante, lento, refulgente. Sin esperanza, pensé en un destello perdido en las marismas, una miasma de mi propia levedad. Me aferré a que mi encierro enmascarado pudiera tocar a su fin. Como unos ojos imaginarios, perseguí aquel objeto insignificante y constaté mi propia decepción con una mirada vaga y perdida entre la inercia: sólo eran unos anteojos. Unos malditos y simples anteojos habían turbado mi ánimo y ahora vibraba en mi propia negación. De metálica y vieja montura, brillaban sobre el espacio circundante. Navegaron por mi espacio y pronto pude verme reflejado en ellos. Vi lo impensable. Me vi difuminado, alienado. Apenas era rostro, apenas era yo. Me reconocí apenas, como algo inaudito.
Pero en esa visión estalló el detonante devolviéndome a mis partes dispersas. Abrazado a una imagen imprecisa, me aferré como un desesperado y ya no quise soltarme jamás. Surgieron entonces las fuerzas extrañas y desde mis propias simas imperó el orden sobre el caos. Agarrado a cualquier forma de huir quedé asido a la probabilidad y fui el vencedor sobre el pronóstico y el azar, entre sus leyes de tanto por ciento. Supuré las hipótesis milimétricas y todo comenzó a desmoronarse entre los rastros. En una marea nueva, mis músculos se unían a golpes de respiración. Aquel océano me devolvía por entregas las piernas, los brazos, los cabellos.
Me perdí en los intervalos de ese vértigo. Ese fue el reflejo que habitó el gesto abriendo la grieta y la salvación. Un camino comenzó a vibrar ante mis ojos ciegos y navegantes en zozobra. Como látigos me sacudían otros designios que volcaban mi deseo hasta entonces vulnerable. Asido a unos cristales irrisorios fui arrastrado por mi propio frenesí hasta que, como un vómito en espiral, fui expulsado al otro lado.
Caí al suelo llevado por una fuerza que emergió del interior de mi propio desarraigo. Ignorante de todo, asistí a lo único que tenía sentido: no mirar atrás y salir arrastrándome como una serpiente, dejando atrás el peso de una piel yerma.
Nunca quise saber nada de aquellos anteojos ni de su procedencia. Ignoro si hubo allí alguien más. Lo último que recuerdo es la luz tímida filtrándose como una esperanza desde el otro lado de la puerta y yo sujetándome asido al pomo dorado, que como el oro, me sujetaba entre sus manos salvadoras.
Como el sol de mediodía arribé como un náufrago en tierra firme y fui tocado por los rayos de Dios. Salí de allí. Mi mano era un ser trémulo mutilado por el aturdimiento. Pero las fuerzas seguían hacia mis manos y en el estrépito de sus estertores fui arrancado de allí, sellando al salir, todas las sombras y las penumbras.
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Bilbao, 2003 ®-I.B.R.
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