Como cada tarde, después de merendar, se acercaba hasta el parque de El Retiro. Hacía ya ocho años desde que empezó a ir allí. Buscaba su sitio, cerca del lago, por donde más gente pasaba. Dejaba su sombrero de fieltro sobre el banco y de una funda sacaba a su fiel compañera: una vieja guitarra. Don Tomás había nacido en un pueblo de Murcia seis décadas y dos años atrás; sus padres, cuando el hambre comenzó a apretar, decidieron ir a la capital del país en busca de trabajo y un futuro próspero para sus hijos. Jubilado antes de tiempo, el tono amarillento de sus manos delataba su pasado no muy lejano como tabacalero. Esas manos que habían liado cientos de puros y cigarros en su vida, eran las mismas que acariciaban, ahora, los seis hilos divinos de su guitarra. Regalaba sonrisas y hermosas melodías a quién se paraba a escuchar. Sus canciones preferidas, las de Francisco Tárrega, llenas de sensibilidad, pensaba, aunque su repertorio variaba dependiendo de su estado de ánimo: si estaba alegre, la guitarra reía con él pero si había tenido un mal día, sus cuerdas lloraban. Su mujer había fallecido apenas hacía tres meses por lo que ahora, las únicas notas que acertaban sus dedos, eran melancólicas y terriblemente tristes.
-Buenas tardes Tomás ¿cómo te encuentras hoy? - su compañero de lugar, un joven que hacía bailar a sus marionetas, acababa de llegar.
-Bueno...a ella no le gustaría verme triste, así que intento sonreir...- por unos momentos pareció marchitarse- pero bueno- sonrió quitándole peso al asunto- oye Miguel, ¿te he dicho alguna vez por qué me pongo aquí cada tarde?
El joven, sacando bártulos, negó con la cabeza
-Pues fíjate en ese árbol - señaló un viejo sauce que lloraba frente a ellos- en su corteza grabamos un corazón mi mujer y yo, el día en el que le pedí que se casase conmigo- suspiró- pero no te molestes en buscarlo...supongo que el tiempo lo habrá borrado.
Miguel le miró y sonrió tiernamente a la vez que hacía galopar a una hermosa marioneta de un príncipe en su caballo mientras Tomás tocaba ensimismado, mirando a una pareja que se besaba bajo el sauce. Parecía no importarles la gente, abrazados, ebrios de amor. A las horas, la noche cubrió con su velo el parque pero ellos seguían allí, sin importarles el tiempo. Don Tomás vació la funda, recogió las monedas que la gente le brindó, guardó la guitarra y se puso el sombrero, acercándose al sauce intentando no molestarles. Recorrió, con sus cansados ojos, la agrietada corteza del árbol, sin esperanzas de encontrar aquel símbolo de amor grabado años atrás como grabado lo llevaba en su pecho. De pronto, los ojos de Tomás brillaron: el corazón continuaba allí, en el mismo lugar, con la misma inscripción:" Tomás y Elisa; por siempre jamás" Ya de camino a casa con la felicidad patente en su sonrisa, volvió a mirar a la pareja que seguía regalándose caricias. Mañana los volvería a ver.
Pasaron los años, mil días y mil noches y aún continúan allí: estatuas de piedra, abrazados hasta el final.
María Audije do Santo ® |