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Comencé a leer uno de los dos libros de Raymond Carver que tenia en mi bolso de mano un martes de agosto
a las 5:30am, en el aeropuerto de ciudad de México, mientras esperaba un largo vuelo hacia Santiago de Chile.

Terminaba la segunda página del primer relato cuando un sujeto de pelo graso e inexpresivos ojos verdes eligió
sentarse a mi lado, teniendo disponibles decenas de otros asientos. Lo miré, todavía con el último párrafo leído
en mente y recibí un tímido saludo de sus cejas. Le respondí de igual manera y volví a Carver pero,
la conexión se había ido.

Noté como pelo graso intentaba torpemente desabrochar el cordón de su zapato derecho.
No sabía exactamente trataba de hacer, pero me resultaba irritante. Cerré mi libro, lo guardé junto al otro y caminé
directo hacia el Starbucks que tenia a mis espaldas.

Miré a la cajera. Parecía triste. Tenía un prendedor en su pecho que decía ´Brenda´. Siempre sospeché que esos
eran nombres falsos, seleccionados meticulosamente por la empresa para transmitir confianza y amabilidad a los clientes.

Brenda notó que la miraba e inmediatamente simulé prestar atención al cartel luminoso sobre su cabeza, donde estaban
las distintas opciones. Pedí un “Komodo Dragon Blend” solo porque sonaba interesante. Luego, volví a pensar en la ella. Su vida consistía en servirle café a cientos de personas que, mayormente, jamás volvería a ver. Cafés bebidos aquí y orinados a miles de kilómetros.

Me tomó algunos segundos entender a cuantos dólares equivalían 44.580 pesos mexicanos. Eran apenas cuatro.
Me dijo que no podía darme el cambio en dólares sino en moneda local, por lo que le dije que podía
conservar esa pila de monedas inservibles.

Caminé hacia una de las ventanas del aeropuerto con el café en la mano y vi como un pequeño tractor blanco remolcaba
un enorme avión de Air France. Me pegué al vidrio y, de espaldas a todo el mundo, probé mi Komodo Dragon Blend.

La primera impresión fue un predominante sabor a ceniza de cigarrillo. Volví a probar, esperando encontrar algo
mejor al segundo intento. Ahora no solo parecía ceniza de cigarrillo, sino que además era seco y amargo.

Miré el envase, dije ¨Komodo Dragon Blend¨ en voz alta, pero sin que nadie pudiera escucharlo. Me fascinaba ese nombre, pero sabía a rayos. El avión de Air France había desaparecido en la oscuridad de la noche, al igual que mis
cuatro dólares. Pronto amanecería.

Me vi reflejado en el vidrio y pensé en como habían cambiado las cosas con el pasar de los últimos años.
Nunca antes había imaginado conocer tantos lugares y personas interesantes. Volví a pensar en el café y en
que hacer con el. No estaba seguro sobre si podía tirar un envase grande lleno de liquido en un cesto de basura
sin que se derramara por debajo, manchando la alfombra y demás.

Caminé hacia unas mesitas cerca de los asientos y fue entonces cuando logré ver al tipo de pelo graso con el
puño metido dentro de la media, hasta la altura de la planta del pie. Uno podía ver la silueta de su mano subiendo y
bajando dentro de la media. Se estaba rascando la planta del pie. Miré a pocos presentes pero, nadie le prestaba atención. Si nadie notaba eso, mucho menos notarían como yo abandonaba mi café sobre una mesa.

Me senté en una zona alejada, tomé la cámara de fotos de mi bolso y comencé a revisar algunas de las muchas
tomas que había disparado en los últimos diez días, aunque ya lo había hecho infinidad de veces.
Tenía varias ganadoras ahí dentro, aunque suponía lograr mejores en Santiago de Chile.

Apenas amanecía cuando finalmente tomé mi vuelo. Recordé que alguien me había dicho que, no importaba
cuanto había viajado en avión previamente, siempre le transpiraban las manos al despegar.
Miré las mías, y estaban secas. Me sentí a gusto con eso. Luego, lo de siempre: pequeñas casas, nubes, más nubes
y algo de ciudad y entonces solo nubes. Incliné levemente mi asiento hacia atrás e intente dormir un poco.

Me sorprendió lo que escuchaba: Una voz femenina preguntaba repetidamente ¨huevos o empanadas.
Abrí los ojos de inmediato para saber de que se trataba. No era otra cosa que el desayuno, al estilo Mexicano.
Como comía uno huevos o empanadas a las 6:30 a.m.? No estaba de acuerdo con el menú pero tenia hambre.
Pedí huevos revueltos y un café. Pero a último momento pensé que quizás el café iba a ser pésimo así que lo cambié
por una Coca Cola con hielo. A mi lado, un tipo miraba estadísticas en su notebook. Me sentí afortunado de no ser el.

Apenas eran las 3 p.m. cuando llegué al hotel en Santiago de Chile. Me duché y me metí en la cama.
Me sentí algo ridículo acostándome a esta hora, pero realmente lo necesitaba. Me dormí casi de inmediato.
Cerca de las ocho de la noche, me vestí con la poca ropa no arrugada que tenia en mi bolso y salí a la calle.
Llevaba, como de costumbre, una delgada cámara pocket en el bolsillo trasero del jean.

Hacia frió, la gente era fea y lo que veía en general no era tan bueno como había pensado.
Me detuve en un restaurant chino. Apenas podía uno ver hacia dentro desde la calle. Me asomé por una pequeña
ventana y descubrí un lugar triste y poco iluminado. Un tipo me miraba. Pensé en entrar, comer algo e intentar tomar algunas fotografías rápidas de los cocineros chinos si es que eso eran, pero sentí que no era realmente el día.

Dos cuadras después, descubrí una suerte de night club elegante. Entré y me senté junto a la barra. Pedí un Martini y
maní japonés, pero no había maní japonés. De hecho, ni siquiera había maní así que tomé mi bebida mientras miraba a
las chicas del lugar. De entre todas las presentes, solo una me resultaba apetecible. Parecía de Europa del Este.
Hablamos un poco, cosas superfluas. Pretendíamos ser simpáticos pero ambos mentíamos. A quien le importaba?
ella solo quería mis 50 dólares y yo solo quería su trasero blanco, firme y tibio para romper la monotonía de mi
habitación. Una vez en la calle, caminamos en silencio hacia mi hotel. Sus tacos retumbaban en toda la cuadra.

Miré casi desinteresadamente sus piernas y trasero.Se veían particularmente atractivos. Vestía una camisa blanca
entallada, bajo la cual podía notarse un firme pero moderado busto. Buscaba algo inteligente que decir pero, quería
que fuese ella quien lo hiciera. Su silencio me incomodaba. En cierto modo, ya no tenia tanto interés en ella pero, sabia
que íbamos a hacerlo de todas formas. Planeaba comenzar la noche viéndola realizar distintas posturas eróticas,
a modo de show personal. Inicialmente, solo vestiría sus medias de lycra y la ropa interior negra que dijo llevar.
Yo estaría en un sillón, sentado con estilo, completamente relajado. Quizás la vería también tomar una ducha
con las medias puestas, no me importaba pagar extra por ello.

Estaba incluso a punto de considerar tomar un baño con ella cuando fue entonces, en ese instante, que todo se detuvo.
Un golpe seco que provenía de la vereda de enfrente me paralizó. Supe de inmediato de que se trataba, incluso,
sin necesidad de mirar. Ella, sobresaltada, giró y miró la escena. Emitió un grito apagado y cruzó la calle corriendo.
Sus tacos sonaron más intensos que nunca pero, se detuvo casi tan pronto como entendió lo que veía.
Preferí quedarme donde estaba.

Un cuerpo inmóvil, de contextura mediana, yacía en la acera. Parecía ser una mujer adulta. Estaba boca abajo y una
de las piernas estaba doblada irritantemente hacia delante, casi tocando su cara. Miré hacia arriba, esperando ver algo, pero no vi absolutamente nada. Ni una luz prendida, ni cortinas flameando en un balcón, nada. Un perro
callejero que husmeaba entre las bolsas de basura, se aproximó a olfatear el cuerpo. Luego, siguió su camino.

Trasero rentado se volvió hacia mi, hacia mis brazos, profundamente angustiada. Las lagrimas habían brotado de
sus ojos, dejado surcos negros de maquillaje sobre su piel blanca.

-Que se supone que tenemos que hacer ahora? -dijo ella, con una voz mínima.
-No lo sé, realmente no lo sé. -dije. Mientras notaba como el aire frió y la crueldad de la noche nos conectaban ahora, más que nunca.

Texto agregado el 29-12-2006, y leído por 120 visitantes. (1 voto)


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