El general mira por la ventana. El día es gris, lluvioso, imbuido de viento que arrastra en torbellinos las hojas caídas del árbol del jardín. No puede creer lo que oye. En su despacho un abogado de aspecto repulido le muestra una citación del juzgado:
- Aquí debe haber algún error - apunta estupefacto.
-¿Es usted el General Bonifacio Cárdenas, verdad?- el abogado pregunta con retintín.
- Por favor Eduardo, me conoces hace años...
- No hay ninguna duda de que la citación lleva su nombre. Le rogaría que se presentara el próximo miércoles en el juzgado de la calle Tenerías.
- ¡De qué va todo esto! ¿Qué está pasando?- le agarra del brazo, le sacude.
Eduardo Rozas, abogado, treinta y siete años, enjuto y moreno, natural de Jaén, sale por la puerta con la mayor indiferencia. Hierático y hermético, frío como el hielo, como si no se conociesen, como si no hubiese trabajado para él durante años.
Bonifacio pide quedarse solo en el despacho. No entiende, se sienta en el viejo sillón de orejas y antebrazos apolillado de color verde, tan caduco como su viejo uniforme. Un pensamiento hiere su atribulado cerebro – No es posible que me hayan traicionado, ¡soy el General Cárdenas! ¡Soy demasiado importante para eso, no pueden jugar sin mí! – Sin embargo no llega a creérselo realmente, no con la seguridad de la que él siempre ha hecho gala.
- No puede ser, ¡malditos! Pretenden que yo cargue con la responsabilidad de todos, no puedo permitirlo – El general está pálido y desencajado, tiene temblores y comienza a notar un sudor frío e incómodo. Se levanta y abre la ventana, necesita respirar, su problema de asma se acentúa en momentos de crisis.
Recuerda cuando llegó a la ciudad con la obligación de hacerse un nombre propio, fuera de la sombra de su padre. El día que conoció a Alicia, quien siempre le recordaría, tras la mordedura del alzheimer, guapísimo con el uniforme de militar requeteplanchado. Recuerda la admiración y el respeto con el que le miraban los empleados, como ese tal Eduardo Rozas, “¡Traidor!” La primera firma de esos informes que tantos problemas podían crearles, la insistencia con que intentaban convencerle de que aquello era normal, que era puro trámite burocrático, que nadie se atrevería jamás a denunciarle. Recuerda el sentimiento de culpa de los primeros días y cómo poco a poco, el tiempo fue calmándole esa angustia actuando como un bálsamo.
No puede creerlo, durante años y sin darse cuenta, ha sido el eslabón débil de la cadena, la marioneta que otros han manejado para enriquecerse, disfrazándose de falsa camaradería y admiración. Sabe que si no hace algo rápido esa bandada de buitres acabará con su nombre; su carrera y su dignidad se irían a pique. Un juez podría encontrarle culpable y mandarle a la cárcel, y entonces quién cuidaría de ella, de su Alicia.
Le tiemblan las manos, un horrible frío ha hecho presa de sus entrañas, mira a su alrededor y el despacho se le antoja una celda oscura.
Se abalanza ansioso a abrir la puerta, sabe que tiene que hacer algo para impedirlo pero la desesperación no le deja pensar. Baja por la escalera apoyándose en la pulida barandilla de madera. Ya está, debe desaparecer, hoy mismo mejor que mañana, si no lo hace el miércoles todo habrá acabado. Piensa en llamar a su secretaria pero quien sabe si no estará involucrada también, no, mejor lo hará personalmente, asegurándose la vía de escape. Tiene que pensar pues no va a huir sólo, Alicia se va con él, no podría vivir sin ella y ella sin él tampoco. Piensa en su único amigo, Luis Ortiz, el mejor jugador de bolos que ha conocido, él le ayudará, es la única persona de la que está seguro de su amistad incondicional.
Marca su número en el antiguo teléfono dorado y aguarda anhelante la respuesta de su viejo amigo. Descuelgan, Bonifacio se apresura a poner al corriente de su situación a Luis, que incrédulo garantiza: “Estoy allí en media hora, pero por favor cálmate”. Cuelgan. El silencio vuelve a invadir el espacio alrededor del general, la espera es larga, los nervios le están matando.
Por fin suena el timbre, allí está, se funden en un intenso abrazo.
– ¡Por Dios, Bonifacio! Cómo puede ser verdad, nunca me contaste nada acerca de este asunto… ¿Estás seguro de que lo mejor es marcharte?
- Piensa en lo que sería de mí Luis, de nosotros, no puedo dejar a Alicia sola, cuidada por personas extrañas, no puedo entrar en la cárcel sabiendo que puede morir lejos de mí.
El revuelo y la agitación del patrón no han pasado desapercibidos a los criados, cuando el general los hace llamar para que preparen a su señora para salir de viaje, no se habla de otra cosa en toda la casa. El chofer también ha sido mandado llamar, todo son especulaciones sobre qué pasará mientras el general y su invitado siguen reunidos en el despacho del primer piso.
Se abre la puerta de roble del despacho y ambos salen con el semblante serio, saben que si todo sale bien jamás volverán a verse, y si lo hacen será que todo ha sido en vano.
El general respira con dificultad. Abre la puerta. Las luces y las sombras bailan por la escalera. Bajan sin decir palabra, los criados salen a su encuentro, con velas, con el abrigo y el sombrero del invitado. Delante de la puerta de doble hoja se oye el ruido de las ruedas del coche sobre la gravilla blanca. Se despiden sin decirse nada, con un apretón de manos.
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