Mi prima Priscila era realmente mala. Siempre tenía razón y era la más guapa y la más lista de las tres. Tenía cuatro años más que yo y cinco más que Saroa, - mi otra prima -, y siempre teníamos que hacer lo que ella dijera. El problema era que sus maquinaciones solían ser peligrosas y acababan mal en muchas ocasiones. Cuando eso ocurría, ella, como si de una actriz de novela trágica se tratara, nos acusaba llorando y casi rasgándose las vestiduras ante los padres, que se disgustaban con nosotras y acabábamos castigadas.
Saroa y yo intentábamos defendernos de tamaño abuso, pero cualquier intento de contradicción a lo que decía ella, era interpretado como envidia y como prueba de nuestra negativa de hacerla caso a ella, que para eso era la mayor. Así que nosotras teníamos que aguantar un chaparrón de recriminaciones que no nos pertenecían y un sin fin de comparaciones odiosas que nos acompañarían incluso siendo mayores.
Quince años después, las tres crecimos. Saroa viajaba vendiendo collares y manufacturas con un mercadillo ambulante, Priscila era una alta ejecutiva en una empresa de alquiler de aviones y barcos de lujo, y yo, tras dedicarme a dar tumbos de un sitio a otro, acabe en una aseguradora con un trabajo de lo mas aburrido.
Cuando conseguí el puesto y fui a contárselo a mi madre, ella – encantada de la vida -, me puso al tanto de que Priscila trabajaba en el mismo edificio y me detalló con pelos y señales, el magnifico despacho que poseía. A mi, naturalmente no me hizo ni pizca de gracia tener que verla todos los días, porque después de tantos años, Priscila seguía siendo la infalible manipuladora que había conocido de pequeña.
Aquel primer día, llegué al trabajo y me encontré con mi prima esperándome en la entrada, alertada por mi tía Nines. Con su sonrisa hipócrita de toda la vida, me acompañó hasta la oficina, creo yo para regodearse en su superioridad. Fue como si todas las injusticias y humillaciones que nos hizo padecer de niñas volvieran para golpearme con fuerza. Estuve toda la mañana trabajando y odiándola, así que cuando salí para ir al baño y vi aquel cartel no lo pensé dos veces.
Fui a buscarla a su despacho, con la excusa de tomar un café. Debió haber desconfiado de mí, sabía que la odiaba, pero por desgracia para ella no lo hizo. Priscila cogió su bolso de quinientos euros y salimos hacia el ascensor. En el rellano le sonó su móvil de última generación y ella atendió la llamada con su habitual simpatía pelotera que siempre me había dado ganas de vomitar. Cuando las puertas se abrieron Priscila seguía hablando sumergida en su charla vacía y afectada. Sin dudar, la tiré por el agujero. Las puertas volvieron a cerrarse y yo me fui de allí habiéndome quitado un peso que llevaba encima desde hacía años.
En el entierro mi madre y mis tíos lloraban. A parte de ellos, Saroa y yo, cogidas fuertemente de la mano, éramos las únicas personas que habíamos acudido a despedirla. Priscila no dejaba amigos, algún amor que no la odiara, no tenía mas personas que la lloraban que quienes la habían visto nacer.
La policía creyó que se había tratado de un accidente y la cosa no trascendió, la investigación termino con una norma sobre la señalización correcta de las obras en ascensores. Todavía tengo aquel cartel arrugado, hecho una bola en la mesilla de casa.
Nunca tuvo un amigo real, nunca una relación de sentimientos con nadie. La gente de su oficina no la apreciaba. Ninguna de las personas con las que había coincidido en su vida laboral o personal se acordó de ella.
Estaba sola.
Ahora pienso que hubiera sido mejor dejarla vivir.
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