Camino por la ciudad como un autómata. Todas las casas, todos los autos, todas las personas que cruzo en mi camino guardan una caprichosa semejanza. Mis pasos se pegan al suelo, arrastrando el cuerpo por inercia. Mis días transcurren sin motivo. Espero. Permanezco donde estoy, sin retroceder ni avanzar.
“De pronto, tu piel me acaricia. Siento tus labios sobre los míos. Los beso y los muerdo lentamente. Oigo tu voz inconfundible. Te abrazo y me hablas como lo hacen los niños. Ronroneas cerca de mi oído; me aprieto hasta apagar nuestras respiraciones y siento que te adoro. Miro tus ojos y me pierdo. Me gusta tomarte de las axilas y besar tu cuello y el nacimiento de los senos. Me gusta morderte los dedos de los pies. Me gusta oírte y me gusta hablarte. Me gusta sentirte cerca. Me gusta amarte.”
Chupo con fuerza de la bombilla, mientras acaricio la tibia redondez del mate. El jugo verde y amargo inunda mi garganta y me quema el estómago. Lo mezclo con humo y un piano que se oye en alguna radio. Voy a buscar más agua. El baño está cerca; apenas doy unos pasos y ya tengo la pava debajo de la canilla. Siento deseos de orinar pero suena el teléfono. Vuelvo al cuarto a tiempo y lo atiendo. Nada. La llamada era para mi hermana. El teléfono es un tiránico, monstruoso aparato. Quisiera patearlo. Suena de nuevo. Voy a atender, y pasan la llamada con el interruptor. Mi corazón late con violencia, y la sangre golpea en mis sienes. Tengo ganas de escupir el mate contra la pared. El cigarrillo no sé cuánto marca su nivel, dice por la radio una voz intelectual. No la resisto y el chisme rueda por el suelo. Estoy rabioso; me siento aprisionado. Quisiera mandar todo a la puta madre que lo remil parió. O algo, por lo menos una parte. Me doy cuenta de que no existo. Soy un vacío. Fumo otro cigarrillo para llenarlo.
Recuerdo nuestra vida compartida: “Beso tus párpados y rozo tus mejillas con los labios. Me dices que me quieres mucho: Hasta la luna, ida y vuelta. Te respondo con otros besos, con otros abrazos. Te digo que te comería íntegra. Acaricio tu cara y las sienes con las palmas de las manos. Y hago un hueco con ellas para guardarte allí; para tenerte siempre cerca”.
El mate ya se lavó. No cambio la yerba. Quisiera lavarme por dentro. Diluirme como esas hojitas verdes en el agua caliente. Enciendo la radio: Colonia no sé cuánto, para intelectuales y artistas. Muevo el dial y una zamba me trae recuerdos campestres. Se desliza por mis oídos, junto con el sonido del teléfono.
-No, no es nada-, le contesto al boludo que equivocó el número. Ya el mate me provoca náuseas. Y también la chacarera para bombo y guitarras, Opus no sé cuánto, de no sé qué hermanos. Los dorados ojos de Kafka me contemplan penetrantes a través de los verdes tomos de las Obras Completas. Me tiento y vuelvo a abrir un tomo en Carta a mi Padre. Una vez más compruebo que debe leérselo de un tirón. Me decido a hacerlo, mientras mastico un chicle con fuerza, y el teléfono me interrumpe en la primera página.
-Sí, ¿cómo estás? ¡Por fin! ¿Cuándo? ¿Dónde? Sí, bueno, chau.
Tomo la campera del ropero, y huyo del cuarto. Bajo las escaleras estrepitosamente. “Llevá algo, que va a llover”, dicen cuando paso por la sala de estar. “No salgas así; mirá cómo tenés el pelo”. Las palabras quedan allí, flotando como densa niebla. Me arreglo un poco en el ascensor. Con las manos en los bolsillos salgo de la casa. Respiro hondamente y siento que empiezo a vivir otra vez. Me duelen las piernas, mientras espero que pasen los autos en la esquina. Cruzo la calle. Otra esquina. Te compro un chocolate en el quiosco. Estoy sudando y empieza a llover. Llego al pasaje Bollini y allí me detengo. Espero. Ya nada importa, ni siquiera la lluvia. Fumo y miro el agua que inunda la calle. Unos faros se acercan; otros se alejan. ¿Bollini o Virasoro? ¿Era B larga o V corta? Recuerdo tus palabras y me tranquilizo. Vuelvo a fumar. Comienzo a dibujar tu perfil con un dedo. “La piel de tu frente parece de terciopelo. Tus labios tiemblan cuando los rozo. Muerdes el borde del dedo, para luego apretarlo entre la lengua y el paladar. Llego hasta tus ojos y los acaricio con la punta de la lengua. Tus pestañas me hacen cosquillas. Juego con la punta de tu nariz hasta perderla por el lóbulo de una oreja. Tu respiración se hace entrecortada. Vuelvo a ser niño bebiendo de tus pechos, mientras el alegro del violín de Mozart nos transporta al paraíso perdido. El adagio del concierto en Sol me sorprende en tu cintura, que se hunde bajo mis labios. Recorro tu vientre en busca de un refugio más cálido, más elemental. El violín se apaga en tus muslos en un dulce cantábile, cuando abro la tierra con mi boca, emerge tu perfume y te estremeces. Llego hasta ti y rodeo tu cara con mis piernas; me aprieto a tu boca, y una suerte de delirio se apodera de mis sentidos.”
Decido olvidar las generosas intenciones y devoro el chocolate de un bocado. El sabor dulce en la boca y la lluvia en la cara me tranquilizan. Otro cigarrillo, otros faros. Un auto se detiene a mi lado. Tiene los vidrios empañados pero lo reconozco. Abro la puerta y entro. “¡Por fin!”, pienso. O lo digo. Nacer por centésima vez. Ni tiempo para hablar. Sólo abrazarnos y escondernos mutuamente. Las agujas del reloj enloquecen. El último beso lastima. Es demasiado suave para el final de un encuentro, y aplasto con violencia y algo de rabia mis labios contra los suyos.
Salto del auto y cierro la puerta. Arranca, y queda el vapor del escape flotando en el aire frío de la calle. Ya no llueve. Camino mojándome los pies. Unas ruedas salpican agua sucia, y devuelvo una carcajada hacia la calle. La risa me estremece. El túnel se abre ante mí y allá voy. Un nuevo cigarrillo en la boca, y recorro el mismo camino, por no tener otro en la imaginación. “El hijo pródigo vuelve al hogar”. ¡Mierda! Y eso fue todo.
“Tenés los zapatos mojados”; “cambiate que te vas a resfriar”. Cierro la puerta del cuarto y una radio transmite la Pequeña Música Nocturna. Un escalofrío me deja la piel de gallina. Llueve otra vez. Abro la ventana; las gotas rebotan contra la pared, mojándome las manos, los brazos, la cara. Recibo el agua con placer. Desearía beber algo. Que el alcohol me abrase la garganta, inundando de paz al cerebro. El sueño se acerca lentamente. Los latidos del despertador me acompañan, aunque sin duda lo ignoraré mañana lunes, temprano, al empezar la semana.
“Me arrastro hasta tu boca y mis dedos se enredan en tu pelo. Bebo mi propia carne de tus labios y te doy a beber de tu propia sangre. Otro mundo se acerca a nosotros. El allegretto final nos convence de permanecer muy quietos. Nuestros labios siguen respirándose mutuamente”. Buenas noches, respondo. Beso desesperadamente a la pared y abrazo la almohada. El último cigarrillo quema en los dedos, cuando el concierto de Grieg me arrulla como una madre.
Oigo tus pasos. Siento que te acercas y estiro los brazos para recibirte. La calle está desierta. Ya es otra vez de noche. Caminando me alejo de ti. También me acerco a ti. Pero estoy solo. Sé que también estás sola, a pesar de la multitud que te rodea. La vida nos separa continuamente. Y el amor nos une, caprichosamente, como si fuera un pendejo tiránico, malcriado, irracional.
Una pieza para piano del Op. 28, de Grieg me acompaña en el rutinario viaje nocturno hacia la nada.
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