La aspirante a periodista se sentó frente al folio en blanco. A su alrededor, dispersos sobre la mesa de madera clara de la biblioteca, yacían sus bártulos de estudio, como supervivientes de un naufragio. El tippex aparecía exhausto al lado de una goma blanca. El botellín de agua asomaba su tapón azul por detrás del estuche y una playa de folios blancos, eternos enemigos, aunque inseparables compañeros, descansaban sobre un cuaderno cuya espiral hacía las veces de verdaderas olas rizadas.
Se estiró, colocó la espalda recta y el ánimo bien alto, consciente del reto al que se enfrentaba, tomo aire y cogió el boli. Comenzó poniendo su nombre en la esquina superior izquierda del papel, seguido de su curso, clase y licenciatura. Debajo escribió el nombre de su profesora de prácticas y por ser el caso especial de una práctica para Septiembre, imprimió en perfecta cursiva, el nombre de la profesora de la asignatura en cuestión.
Entonces se le planteó el autentico duelo. Tenía que hacer una práctica de dos caras sobre un tema libre. Así dicho no parecía que fuera a plantearle mayor contrariedad, pero la traba se presentaba a la hora de decidir sobre qué escribir el relato. Pasada la primera impresión, empezaron a surcar su mente cientos de temas, tan buenos o malos como cualquier otro, pero todos iban siendo descartados. Este porque estaba muy trillado, aquel porque no tenía suficiente vocabulario. Al mismo tiempo le atormentaba la idea de resultar tópica, aburrida, poco original y por una cosa u otra su folio seguía allí, en blanco, mirándola fijamente y retándola.
Los sonidos procedentes de la calle le hicieron levantar la cabeza. Eran sonidos de coches y de gente que hablaba. Se oían trinos de pájaros y la claridad natural de la calle competía por imponerse en luminosidad con los tubos halógenos de la sala de estudio. Apartó la mirada de la ventana abierta y la dirigió al grupo de chicas que cotorreaban y se reían sin parar dos mesas más allá. No pudo menos que pensar - ¿Quién va a estudiar con este calor? – pero los pocos sitios libres que quedaban en las mesas le hicieron comprobar que muchos otros compartían con ella la única pero abominable maldición a la que el estudiante mediocre está abocado. Estudiar en verano.
Volvió a mirar sus folio, inmaculado insolente, y mientras mordisqueaba la tapa negra del boli se le ocurrió que quizá podría escribir sin más lo que se la viniera a la cabeza, aunque sólo fuera para borrar esa sonrisa de satisfacción de quien se considera imbatible, que ella suponía en la descarada blancura de su oponente.
La bibliotecaria, una mujer madura de pelo corto, pasó hacía el baño clavando la mirada desaprobadora sobre las chicas que hablaban, e Irene pensó inmediatamente que aquel trabajo debía llevar implícita la deformación profesional. Se la imaginó en su casa, chistando a sus hijos para que guardaran silencio y sin poder evitarlo, sonrió. Solía inventar historias sobre personas desconocidas. La gente que se cruzaba en la calle, o la que esperaba en la fila del supermercado. Todo el mundo debía tener una historia detrás y si ella no la sabía, le gustaba imaginársela.
El folio volvió a mirarla. Habían pasado ya tres cuartos de hora pero su cabeza no quería atender. Cuando lo estás perdiendo el tiempo pasa volando. Aquel mero pliego, papel insignificante, estaba ganándole la partida. Respiró profundamente echándose detrás de las orejas unos rabillos sagaces que habían escapado al dominio de la goma. Se dijo a sí misma – por favor Irene, concentrémonos – como si de otra dependiera, como si Irene, desdoblada en distintos seres riñese a su “yo” mas rebelde llamándole al orden. No podía ser tan difícil, aquello no era nada del otro jueves.
Quiso plantearse la página impoluta, donde se disponía a escribir su práctica en sucio, como un lienzo donde pintar su imaginación a base de palabras escogidas. Su bolígrafo, de punta afilada, la emprendió con la impecable cara del folio rasgándola con trazos negros, nerviosos, que quedarían grabados en el papel para siempre. La historia no tenía la menor importancia, Irene se dejó llevar y escribió de manera histérica, con la mano dolorida de tan fuerte como apretaba. Para que sus palabras quedaran marcadas en el folio siguiente y en el siguiente. Para que ningún folio nunca más volviese a reírse de ella. O quien sabe, para que si alguien que viniese detrás quisiese, pudiera adivinar sus frases frotando con la punta de un simple lápiz carcomido.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos exactos, tras pelearse con todos los términos del castellano, su lienzo parecía representar una batalla. Las frases, que debieran haber ido en línea recta, presentaban una grafía irregular que comenzaba en su sitio pero que, al cabo de tres palabras iba ondulándose para acabar bien hacia arriba, bien hacia abajo delatando estados de ánimo que ella hubiera deseado, quedasen ocultos. Su escrito aparecía poblado de tachaduras. Cada párrafo contaba con un par o más tachones, vestigios de la lucha gramatical, sintáctica y literaria que había mantenido, saturado de correcciones de última hora en el lugar donde las palabras no se ponían de acuerdo para expresar aquello que Irene quería decir. Por fin estaba acabado, sucio pero acabado.
Estiró la espalda dolorida, echo una ojeada al folio vencido por la tinta, dominado por las palabras, los puntos y las comas, ahíto de letras que no conservaba ya nada de su antigua prestancia de folio estirado, nada quedaba ya de aquella altanería arrogante que le desafiaba hora y media antes. Había conseguido subyugarlo, someterlo a su voluntad gracias al increíble torrente de palabras y acontecimientos que habían surgido de su imaginación, a su tozudez, a su empeño en vencer al oponente de siempre una vez más, al hecho por el cual se había definido como aspirante a periodista. El querer ser una cosa durante toda la vida y soñar con serlo, aunque sea durante el breve periodo de tiempo que la realidad permite que dure una ilusión.
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