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[C:260356]

Trueno

La habitación estaba en penumbras. Sólo una diminuta ampolleta colgaba temerosa desde el cielo del cuarto, iluminando exiguamente los rostros de los presentes. La tenue luz les daba un aspecto lóbrego, como reflejando sus más negros temores, exteriorizándolos y traicionando el débil intento de sosiego que trataban de aparentar. Era un experimento fútil, pensó David. Todos caían presas del miedo irremediablemente.
David estaba de pie en el umbral de la puerta observando la lúgubre escena que se presentaba ante él: cinco hombres sentados alrededor de la pequeña mesa se estudiaban unos a otros con afán, dirigiéndose miradas de desconfianza. Era un grupo muy heterogéneo, notó David. Un tipo muy fornido destacaba entre sus compañeros, superando por una cabeza la altura de los demás. Vestía una ceñida camiseta negra y era sin lugar a dudas un asiduo asistente al gimnasio, si es que no era propietario de uno. A pesar de su obvia predilección por el ejercicio, su aspecto trasparentaba un aura poco saludable, como si llevara días sin dormir. Su cabello estaba revuelto y algo largo (incongruente con su estilo) y tenía notorias bolsas bajo los ojos.
El hombre que se hallaba a su lado era sin duda el que más destacaba de todo el grupo. Era muy bajo –apenas si se alzaba por sobre la superficie de la mesa- y estaba claro que la calvicie lo había azotado cuando muy joven, dejando nada más que escasos vestigios de cabello ralo en sus sienes, los que además se hallaban encanecidos a pesar de su mediana edad. Era el que más luchaba por controlar su miedo. Sudaba copiosamente y su camisa se hallaba empapada hasta las mangas. Incluso la mesa mostraba signos de humedad allí donde sus manos revoloteaban frenéticas, en busca de algún pasatiempo.
El tercer varón era el más tranquilo. Respiraba con parsimonia con sus brazos sobre su regazo y sus ojos permanecían cerrados, mas este signo no por temor sino por un extraño aburrimiento. Aquella no era su primera vez. David lo sabía. Una quemadura junto a su oreja derecha lo delataba. Aquel debía ser el infame arrogante que se aventuraba por tercera vez en aquella competencia. ¿Era acaso demasiado valiente o simplemente un estúpido? Todos tenían sus razones, pensó David, y todas eran igualmente válidas dentro de aquella minúscula estancia. Esa era la primera regla: no cuestionar los motivos de los demás.
Un exinanido y macilento mozalbete era el cuarto personaje aquella noche. Su lívida piel revelaba las cansinas venas trabajando extenuantes horas extra y sus desorbitados ojos casi no veían el resto de su patética figura, contemplando un horizonte ficticio tras las corroídas paredes. Otro adicto, pensó David. De tanto en tanto aparecían aquellas escuálidas figuras en aquel lugar buscando una manera de abastecerse del exquisito veneno que los transportaba a lomo de orgasmos hasta la inexorable muerte. Pero en aquella habitación no había dos caminos, se dijo David. Sólo una rotonda sin escapatoria.
Un anciano cerraba el círculo. Era una ficha incongruente en aquel juego, como un alfil en un tablero de damas. Pelicano y surcado de innumerables arrugas, sus ojos deambulaban inquietos por sus oponentes, deteniéndose recurrentemente sobre el sudoroso calvo frente a él, quien parecía inundar la habitación en cualquier momento. David lo miró a los ojos y vio la tristeza en su mirada. Tal vez allí todos los motivos eran válidos, pero… algunos eran más válidos que otros.
La madera crujió bajo los pies de David y los cinco personajes dirigieron su atención hacia la única puerta. David no saludó a ninguno. Sólo recorrió el trayecto hasta la silla vacía que esperaba por su persona y se sentó en el mutismo que todos esperaban de él. Su asiento estaba junto al nervioso lampiño. Este hizo un angustiado intento por saludarlo pero se reprimió en una violenta convulsión. David ni siquiera lo miró. La segunda regla: no involucrarse con los oponentes.
En el hermético silencio que reinaba en el cuarto era difícil controlar el rumbo que tomaban los pensamientos. ¿Qué hacía aquel sudoroso hombre en aquel sitio? Estaba demasiado asustado para que sus motivos fueran cuestionables. ¿Acaso estaba a punto de perder su casa o quizás era víctima de una demanda de acoso sexual? ¿Sería posible que su esposa lo estuviera demandando por una pensión alimenticia que no podía costear? ¿O quizás llevaba meses, años sin trabajar? Tal vez eran todas estas opciones. Tal vez ninguna. No obstante, los motivos solían repetirse sistemáticamente en aquella demacrada sala. ¿Acaso su propia motivación no la habían vivido ya decenas de sujetos en su misma posición? Era difícil saberlo.
David se cuestionó cuántos pobres diablos habían seguido el mismo camino que él hasta aquel cuarto. Su mente pululó coqueta por los recientes acontecimientos que lo habían conducido hasta allí. Había permanecido dos días completos encerrado en el casino y lo había perdido todo. Su casa, su auto, su esposa, su trabajo. Todo se lo había llevado el maremoto colateral después del sismo que había creado su adicción al juego. Marta se lo había advertido: aquella sería la última vez. No habría más oportunidades. Y había cumplido su palabra. Ahora se hallaba a más de mil kilómetros de distancia en la casa de su madre, junto a sus dos hijos. Los papeles de divorcio habían llegado aquella mañana. No había manera de caer más bajo y, sin embargo, allí estaba él.
Salió de su ensoñación y vio que el reincidente lo miraba. Su máscara de pasividad no engañaba a David. Sí, pensaba, ése ha de ser otro ludópata. ¿Cómo si no podía volver por segunda vez a pesar del posible desenlace? No había un hombre suficientemente valiente para cometer semejante hazaña. El vicio es más fuerte que la bizarría, se dijo David. Como si hubiese leído los pensamientos de David, el afortunado desvió la mirada como queriendo huir de su condición. Pero no hay escapatoria.
Entonces, un recio hombre de más de dos metros entró en la sala y se plantó junto al recién llegado. Era más alto que la pantalla que ocultaba a la débil ampolleta, por lo que su rostro permanecía en las sombras. Cuando habló, su voz hizo juego con su apariencia, surgiendo como de las profundidades abismales de su caja torácica. Dijo:
-Apuesta.
Empezó a llover.
David introdujo una mano en su bolsillo y extrajo el fajo de billetes que había logrado reunir aquella tarde. No había sido fácil y no había sido lindo. Algunos de sus amigos se habían rehusado a prestarle el dinero; otros le habían dado pequeñas donaciones. La mayor parte había tenido que obtenerla a la fuerza. Era la primera vez que David robaba. Por un segundo, mientras ingresaba a la casa de su vecino, había sido conciente de su adicción. No había durado lo suficiente para frenarlo. Ahora ya era muy tarde para acobardarse.
La lluvia arreciaba. Las gotas sonaban como miles de pisadas sobre el techo de la vieja casona.
David colocó los billetes sobre la mesa y por primera vez se fijó en ésta. Otros cinco fardos de dinero reposaban sobre ella frente a sus respectivos dueños. Sólo uno se llevaría todo al terminar la velada. Todo excepto el porcentaje que le pertenecía a “la casa”, por supuesto. Era un precio justo por el servicio prestado. David miró la desgastada superficie de la mesa. Estaba salpicada, manchada azarosamente por el espantoso precio de la derrota. Sólo esporádicamente la cruenta huella del fracaso quedaba oculta por los billetes de los jugadores. David se estremeció.
Se oía una gotera en el cuarto contiguo, tras el físico-culturista.
¿Por qué estaba el fortachón de pelo enmarañado ahí? David se imaginó que había hecho malos negocios, incluso que había sido estafado por un socio en el que, inocentemente, había confiado demasiado. Ahora se hallaba en bancarrota y su gimnasio pendía de un hilo. El gimnasio lo es todo para él. Él es el gimnasio. Si éste se acaba, se termina su propia existencia. Quizás hoy se acaben ambos. David recordó la segunda regla y alejó estos pensamientos.
Un trueno vapuleó los cielos y la luz titiló asustada.
El gigante sombrío recogió todo el dinero y salió de la habitación en silencio.
La suerte ya estaba echada, pensó David. Intentó tranquilizarse imaginando que ganaba y que recuperaba su vida. Vio a su esposa regresando con sus hijos junto a él, a su antigua casa y se imaginó que ella lo perdonaba. Podían comenzar una nueva vida. Una mejor vida. No más apuestas, pensaba. Esta será la última vez, Marta. Te lo prometo. Sólo necesitaba un último juego para normalizarlo todo.
Una segunda gotera se abrió en el techo y comenzó a mojar la mesa. Junto con su hermana creaban una inquietante melodía que intensificaba la angustia de los presentes.
Un intento fútil, pensó David. Estos hombres exudan pavor. Por más que intenten esconderlo, lo único que desean es salir corriendo de aquí. Pero nadie se retira. Es el estúpido orgullo masculino. Ni siquiera el miedo a la muerte es capaz de apaciguarlo. Incluso el reincidente se ahogaba en el miedo, se dijo David para su propia calma. Tan sólo era capaz de controlarlo mejor. Ha tenido tiempo de acostumbrarse.
La luz volvió a titilar. El anciano se sobresaltó y por primera vez pareció darse cuenta de donde se hallaba.
David lo miró y vio su expresión compungida. ¿Era más válida su razón que la de los demás? Quizás su esposa (su hija) necesitaba un transplante o alguna medicina. Tal vez el precio de la operación (del medicamento) era exorbitante. No tenía seguro (¿el seguro no lo cubría?). Era necesario traer la medicación desde el extranjero o su esposa/hija fallecería en menos de una semana. ¿Era más válida su razón? David se sentía turbado. Sintió una fugaz ira contra su persona. Tenía deseos de cederle su dinero al viejo, pero no había forma. Ya no. La suerte estaba echada. Nadie se retira.
El gigante fortachón reapareció precedido del retumbar de los truenos. Un rayo surcó los cielos e iluminó fugazmente la gris habitación a través de la estropeada ventana. El metal brillaba en su mano derecha.
Es hora, pensó David.
El gigante levantó el arma y señaló el único espacio vacío que había entre las cinco balas para que todos lo viesen. El metal refulgía bajo la ampolleta, como si estuviese vivo, esperando ese único momento de gloria durante toda la semana. Era su ocasión de brillar.
David alejó con vehemencia la mirada hacia la mesa. Las manchas granates lo saludaron burlescas desde la superficie con ominosa opacidad. No había manera de escapar. Marta, pensó David, por ti hago esto.
El corpulento hombre cerró el cargador de un chasquido y David lo vio girar a gran velocidad. Las balas ululaban desde el interior, gritándole al único compartimiento vacío entre ellas con ridícula difidencia, el que perdido entre las tinieblas de sus seis recámaras lloraba un aria de muerte. Aquí, decía, aquí. Aquí estoy. Las goteras se habían multiplicado y llenaban la estancia de horribles lamentos monótonos. Era casi como si hablaran. Hu-ye, decían, hu-ye. Todo parecía haber cobrado vida para David. El viento soplaba con tenebrosos ruidos guturales contra las ramas. Entre ambos el dueto era una contraposición. Ganas, gritaba el viento; pierdes, chasqueaban las hojas.
David sentía revuelto su estómago. La deletérea sinfonía turbaba sus sentidos, succionaba su miedo. La cena le acarició agriamente el esófago.
El cargador dejó de girar.
El monstruo en el que se había convertido el gigante dejó el arma sobre la mesa y señaló al calvo que se sentaba junto a David. David no pudo voltear. Estaba mareado. Hizo un enorme esfuerzo y consiguió observar de soslayo al sudoroso individuo a su lado. Había dejado de transpirar. Estaba pálido. Su lividez rivalizaba con la del chiquillo frente a él. El bajito hombre estiró una temblorosa mano y sujetó el revolver. Parecía al borde de un infarto. David escuchaba su respiración jadeante. Colocó el cañón sobre su sien.
David sintió que se desmayaba. Se avergonzó de su cobardía. Nadie se retira, pensó.
El calvo no se movía. Todos los ojos estaban sobre él. El gigante lanzó un gruñido atemorizante.
Un trueno.
El calvo cayó sobre la mesa.
David sintió la tibia caricia de la sangre ajena sobre su cara. El corazón se le salía por la boca. Jadeaba incontroladamente. Dos charcos de sangre reposaban sobre la mesa a la espera de generar nuevas manchas en su superficie. Ya estarían secas para la siguiente ruleta.
Todo se había terminado para el calvo. Ya no podría recuperar su propiedad ni pagar su fianza por el acoso sexual, ni pagar las pensiones alimenticias atrasadas. Ahora no tenía que preocuparse de eso.
A David le retumbaban los oídos. Todos los sonidos se mezclaban en una ininteligible barahúnda dentro de su cabeza, como cientos de tambores y explosiones ubicados justo en su corteza cerebral.
Hu-ye, decían las goteras.
Ganas, decía el viento.
Pierdes, decían las hojas.
David se castigó por su cobardía y notó que estaba sujetándose fuertemente a la orilla de la mesa. Entre sueños vio que el gigante le pasaba el revólver al siguiente participante. Los oídos no dejaban de zumbarle hasta el punto de dolerle. Su estómago sin embargo parecía haber recobrado momentáneamente el control de su contenido.
El fornido físico-culturista sujetaba el arma contra su cabeza. Sus enormes brazos rivalizaban con los del ominoso gigante, pero su miedo seguía siendo evidente. Lanzó un último suspiro y se encomendó. Le tomó menos de un minuto apretar el gatillo.
Trueno.
La silla cedió ante el gran peso de sus hombros y el cuerpo inerte fue a dar contra el húmedo suelo. El revólver cayó sobre la mesa y fue a parar cerca de David. David lo miró mientras sentía el calor del terror humedeciendo sus pantalones.
El mundo seguía gritando.
Hu-ye.
Ganas.
Pierdes.
Ya no habría más gimnasio. El socio estafador se saldría con la suya y, si tenía suerte, se quedaría incluso con el negocio. Luego conseguiría un nuevo socio y tal vez lo estafaría también. El fortachón ya no tenía de qué preocuparse.
David no supo cómo y el arma ya estaba en posesión del siguiente en el círculo. El tiempo volaba a ráfagas de miedo. El cañón aún estaba caliente cuando el afortunado se lo colocó sobre su sien. Una nueva marca se le hizo sobre la herida piel. Antes de jugar, el reincidente miró a David con una insondable expresión en el rostro. ¿Era una sonrisa en sus ojos? ¿Estaba burlándose, confiado de que ganaría? ¿O aquella era simplemente su expresión de pánico? David nunca lo supo, pero se sintió identificado con aquella pobre alma.
Trueno.
El arma voló por los aires hasta la esquina del cuarto. El reincidente había perdido en su tercera incursión. Se le había acabado la suerte. Un ludópata menos, pensó David y por primera vez desde que llegara se sonrió. Inmediatamente el pánico lo dominó. El afortunado había perdido. Era un vicioso. Era igual a él. Los ácidos digestivos reventaban contra las paredes de roca de su estómago, mareándolo de dolor. El jugador yacía sobre la silla con la cabeza echada hacia atrás como si el aburrimiento finalmente lo hubiese abrumado. Su vicio ya no era un problema. David se prometió a sí mismo que jamás volvería allí, mientras el frío sudor le helaba la piel. Jamás.
Hu-ye.
Ganas.
Pierdes.
Sólo quedan dos, pensó David. Puedo ganar.
Trueno.
El adicto no titubeó. El estallido le voló los sesos, los que fueron a parar al muro. David se fijó que la pared estaba pintada de color bermellón. La sangre era casi imperceptible en la penumbra. Ya no había más adicción. El chiquillo no tenía que preocuparse por reunir dinero para comprar el veneno nunca más. Estaba libre, recuperado.
Hu-ye.
Ganas.
Pierdes.
Uno más, gritó David en su interior. ¡Sólo uno más!
El cuarto giraba a su alrededor. Parecía como si estuviese atrapado dentro del ojo de un huracán mientras sus emociones giraban a su alrededor siendo arrastradas inapelablemente por el viento de la inminente muerte. Ya casi no veía su entorno. El barullo era insoportable.
Hu-ye, decían las goteras.
Ganas, ululaba el viento.
Pierdes, chasqueaban las hojas.
Cobarde, gritaba la lluvia sobre el tejado.
Adicto, se burlaba el fluir de la sangre.
El gigante pasó por encima del exangüe adicto y alcanzó la pistola. Se la tendió al viejo que apenas lo miró. Su semblante no albergaba temor, sólo melancolía. Quizás su motivo era más valioso después de todo. ¿No merecía ganar?, se preguntó David. Después de todo, él era un asqueroso vicioso, nada más que eso. ¿Cómo podía compararse su necesidad a la de una esposa/hija moribunda? ¿Y si se retiraba y dejaba que el anciano ganara? ¿Quién podría reprocharle aquello? Era lo correcto, lo que debía hacer. Se decidió a hacerlo.
La lluvia gritaba en su interior.
Cobarde.
Sus labios no se movieron. David oyó al viento.
Ganas.
Trueno.
El anciano cayó sobre la mesa y David volvió a bañarse en sangre. De un momento a otro se halló de rodillas en el suelo evacuando todos los fluidos de los que su cuerpo fue capaz. La lluvia cesó; los truenos cesaron. El viejo no tendría que preocuparse ya por su esposa/hija. Ambos podrían reunirse luego en el Más Allá. A David no le importaba. El había ganado. Todo fue por ti, Marta, pensó. Lo hice por ti. Sus pensamientos se le escapaban a tirones mientras la oscuridad lo engullía. El sonido del viento destacaba en la inconciencia.

La habitación estaba en penumbras. Sólo una diminuta ampolleta colgaba temerosa desde el cielo del cuarto, iluminando exiguamente los rostros de los presentes. La tenue luz les daba un aspecto lóbrego, como reflejando sus más negros temores, exteriorizándolos y traicionando el débil intento de sosiego que trataban de aparentar. Era un experimento fútil, pensó David. Todos caían presas del miedo irremediablemente.
Mas, no él. El era un ganador. Tomó su lugar sin mirar a sus compañeros. Depositó el dinero con arrogancia sobre la mesa y esperó. No llovía aquella noche. No habría goteras, ni viento, ni hojas, ni truenos. Los demás lo miraban espantados. Sabía lo que miraban: los círculos sobre sus sienes. Las marcas del triunfo.
David pensó en el ludópata que había conocido la primera noche. No tenían nada en común. El sabía cuándo parar. El era un ganador. Este era su juego. Ya no volvería nunca al casino. Aquí él era invencible. Era como Hermes flotando en la brisa nocturna.
El gigante hizo girar el cargador. David oía al viento en sus recuerdos.
Ganas, decía.
El gigante lo señaló. Le tocaba a él primero. Con lasciva sonrisa, David se puso el cañón sobre su sien y miró a sus atemorizados compañeros. Principiantes.
Ganas.
Pensó en su esposa. Ella no entendía la emoción del juego. No sabía sobre la sensación de poder. No era capaz de comprender que David era un ganador. Después de esta noche no sólo recuperaré mi casa, Marta, pensó David, también tendré un automóvil último modelo y un televisor gigante. Seré el más rico de la manzana. No tendré que trabajar nunca más. Tal vez entonces Marta querría volver. Quizás sólo entonces aceptaría regresar de la casa de su madre.
Ganas.
Una rama golpeó la ventana y sus hojas se deslizaron hacia el interior gritando frenéticas. David apretó el gatillo. El viento se calló.
Trueno.

Texto agregado el 27-12-2006, y leído por 95 visitantes. (0 votos)


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