Me pasa que te invoco, y me vienen las ganas del recuerdo borroso que aún huele a tu cabello, a esas manos tuyas que me acariciaban con sólo rozarme un poco. Ese tiempo perdido que se durmió entre nosotros cuando nunca nos llegaba la coincidencia de reparar en mis manos sobre tu cuerpo, y tu cuerpo sobre el mío, y nuestros colores se juntaban y hacían nuevos aromas y pigmentos.
Te pinto de aromas frutales, cítricos destellos luminosos que plasmo sobre un formato blanco o verde bosque de terciopelo, se rompe una rama y en ese inmenso espacio es un hilo el que cede, embates de viento y cansancio frío como el piso cubierto de hojas que enfría la concentración de los aromas blancos, mientras un calambre me recorre la espalda montas sobre mí cual un jinete.
Subimos a otro intento, y recuerdo tu rostro de ventisca, tu cabello de follaje caído, que cruje tras mis pasos, como la venda que te sujeta las manos para que no escapes de mi alcance. Esa bufanda que escuchó los gemidos del suelo moribundo, en el límite del pacer permitido, es la testigo muda de nuestro intento de verte llegar marcando el ritmo y el rumbo de nuestros encuentros.
Siempre que te pienso te escucho a colores, saboreo tu música dentro de mis oídos y vuelvo a sentir esas ansias por devorarte, debo contenerme de robarte un trozo de piel, quiero tenerte completa todavía. Me resigno un poco mientras tanto y te penetro hasta donde mi cuerpo me da permiso.
Muerdo tu ropa y la desgarro, silencio con mis manos tus gemidos delatores entre el silencio mortecino de mi cerebro, vuelan fugaces cual corceles alados las horas al lado tuyo, y si despierto te has marchado demasiado pronto como pasa siempre que te sueño, y me acomodo para seguir explorando tus ayeres entre la bruma y el rocío que extraes de mi cuerpo a cada poro, porque cuando vienes no puedo dejar de morir un poco.
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