Nunca entendí que debía hacer. Llevaba un puñal en la bota, un rifle, una pistola, mis manos, manchadas de sangre quemada...Cualquier cosa, era un arma. Tras las puertas de red y hierro, se enfrentaban la esperanza y la desesperación. De cualquier descendencia que no fuera aria, significaba una raza impura. Mi corazón se ha forjado con la recámara sangrienta, con las balas y las rodillas magulladas de arrodillarse en el suelo. Mi mente no entiende la razón. Mi mente no sabe cómo actuar, de qué parte estar. ¿Acaso está bien lo que hago? He apretado el gatillo mil veces, he dado patadas a toda clase de criaturas, sin pensar. ¿He de pensarlo?
A veces no se si lo que he hecho y visto, son las peores cosas, las peores formas de hacer sufrir. Saber que vas a morir...Yo preferiría no saberlo.
Mis botas militares han pisoteado las manos de niños que intentaban robar para comer, han pateado cabezas, he partido en dos los cráneos de criaturas sin siquiera años de vida...Mientras su sangre salpicaba mis pantalones, y yo luchaba por...por...por un “mundo mejor”
Un niño, de ojos azules y pelo rubio, dorado, como el oro...Judío. Lloraba, en una esquina mientras preguntaba por su madre. Me ordenaron llevarlo junto a ella. En una sala nauseabunda, donde le provocaban el parto. “Estudios psicológicos”, me dijeron. El chico, perplejo, se agarró a mi mano, y no pude soltársela. El recién nacido, lanzado brutalmente contra una pared dura. Su madre...sus alaridos, eran apagados mientras pateaban su cabeza.
- ¿A dónde vamos? ¿Y mi madre?
- Vamos a un sitio especial.
- ...
El chico me seguía. Sus preguntas me abrumaban. Elegí a diez niños de uno de los muchos cuartos separados. Un balazo en la cabeza. Caían, a mis pies. EL niño judío no se movía.
- Este es mi trabajo.
Acto seguido, agarrándole de sus cabellos rubios, mientras lloraba, le arrastré hasta la red de alambre de espino, donde hundí su cabeza. Sus párpados quedaron enganchados, su boca de ángel. Y yo oía música de ópera. Tranquilidad del asesino. No. Hacía lo correcto. Mientras de derecha a izquierda seguía arrastrando su rostro por el alambre de espino. Hasta que ya no oí su voz, hasta que oí sollozos, hasta que los trozos de carne, su piel, su sangre, quedaron en aquella red gloriosa. Su rostro ya no era el de un ángel, sus ojos no me podían mirar porque habían salido brutalmente de sus cuencas...Su mano agarraba sutilmente mi pantalón. La miré, la pisé, y oí sus huesecillos crujir bajo mis pies.
Su cabeza, o lo que quedaba de ella, se rompió como cristales. Y desparramando sus sesos con mi rifle, ametrallando su cuerpo inerte, me dispuse a presenciar el espectáculo de las cámaras de gas, mientras bebía un trago de whisky...
Aquella era mi vida. La desesperación.
La realidad de la justicia, en un campo de concentración.
“A veces necesitamos meternos en la mente del asesino”.
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