La infancia creció entre margaritas del jardín, peñas comunitarias repletas de guitarras y damajuanas de vino, madrugadas soñadas en el regazo de algún poeta. Lecturas sobre niños revolucionarios de Brasil. La igualdad explicada en unos dibujitos ajados hallados por azar; adoptados a conciencia por bandera. La infancia fue la plaza, de día en bicicleta, de noche ante el fogón. Fue salir a jugar con la lluvia, conceder horas a la imaginación. La infancia fue la ausencia de la televisión, la aventura tenebrosa y liberadora de la oscuridad de un cine. Fue también un colegio católico, la historia del niño Dios, un Jesús bondadoso durmiendo en la cruz.

Algo pasó en el medio.

Hoy quieren una hija vegetal. Sacan a relucir eso de que el diablo sabe más por viejo… Como si eso lo hiciera más justo. Precisamente, eso querría discutir: la idea de justicia, lo que nos merecemos. Palabra prohibida: discutir. Para eso están los bares y tus amigos, dicen. Que no cambiamos ni cambiaremos nada. Creen que cambiar es sólo ir a sembrar verduras. ¿La cabeza no cuenta?, pregunto. ¿Actuamos en base a cómo vemos el mundo? No tengo respuestas. Pero ahora también me roban las preguntas. Las preguntas no llevan a nada, dicen. Trabajar 12 horas sí lleva; tener empleados en negro, también; los que no laburan es porque no quieren; y así sigue la perorata. Mientras tanto, dos autos estacionados en el jardín y una casa de fin de semana con pileta. Ese fue el precio que pusieron a la infancia. Cuidar eso les valdrá una hija vegetal, una planta secándose en silencio ante sus propias contradicciones, aferrándose al menos a algún recuerdo de niñez. Escupiendo hastiada el vientre materno, negándose ante la mano paterna.