Nadie había percibido su presencia, encaramado a la rama de un frondoso árbol se mantenía inmóvil, viendo pasar a los transeúntes divertido desde su altura. De vez en cuando alargaba su mano peluda para rascar su cogote y extraer de su pelaje alguno de los insectos que más como alimento usaba como manjar. Se mostraba jubiloso, alegre y sonriente pensando en sus futuras enmiendas. Había dejado que el monje se acercara al pueblo en busca de información y un poco de arroz, llevaban días de abstinencia forzada y sus estómagos reclamaban algo que los calentara y saciara. Nadie podía advertir la verdadera razón del viaje que emprendiera junto a Hiuna-tsang, pues su objetivo bien merecía el silencio si querían que les llevara a buen puerto.
Aburrido, de vez en cuando cogía alguna de las cáscaras del suelo, secas por el tiempo pasado desde que el árbol las arrojara de sus ramas y esperaba que alguien pasara cerca de su escondite. Entonces las arrojaba con sumo acierto sobre sus coronillas y reía en silencio mientras se rascaban confusos mirando hacia todos lados sin advertir que un travieso ser había propinado tal cascarazo. Entonces seguían su camino indignados y pensativos y él se desprendía momentáneamente y con sigilo de sus escondrijo para recolectar nuevos proyectiles. Una vez se hubo cansado de su juego, se recostó sobre un brazo acodado del tronco y se adormeció ante la tardanza de su compañero. Un chisteo le despertó brevemente. Era el monje que estaba de vuelta.
- Tsssst... tssst... ya estoy aquí – decía en voz baja cuidándose de no ser visto por nadie – vamos, baja...
- Ya voy... ya voy... – dijo con parsimonia - ¿dónde estabas? ¿Por qué tardaste tanto? Tengo un hambre voraz – insinuó con una mano frotando el vientre.
- No pude venir antes... – volvió a mirar alrededor antes de girar de nuevo la cabeza hacía las alturas – estas gentes son desconfiadas y recelan de sus secretos.
- Bah... como todos... si supieran... – y bajo ágilmente rodeando el amplio tronco con sus brazos.
- Venga, comamos algo y prosigamos antes de que nos vean juntos... – y extrajo un puñado de arroz de una bolsita de tela que llevaba atada al cinto.
- Sí... comamos. – y se dirigieron a un lugar apartado del paso de gentes para cocinar el arroz y saciar su hambre.
En un claro en mitad del bosque prendieron una hoguera y el monje sacó una vasija de cobre del petate que llevaba a la espalda. Lo limpió con agua clara de un arroyo cercano y coció el arroz. Utilizó algunas hojas para quitarle el sabor insípido del cereal y añadió algunas bayas que sabían mejor que pintaban. Comieron frugalmente mientras el monje relataba lo averiguado. Llevaban muchas lunas recorriendo Japón y la India, las últimas pistas les habían hecho adentrarse hacía el sur desde ésta última. Ahora, en China se creían cerca de aquello que anhelaban desde el primer momento que emprendieran su aventura juntos. Cierto es que no habría echado mano de Hiuna-tsang si no hubiese considerado que podría serle de gran ayuda, pero se había creado cierto vínculo entre ambos y casi se podía apreciar una vaga amistad disimulada bajo el respeto y la ambición que les mantenía unidos. El monje no desconocía el talante de su acompañante y bien sabía que cambiaba su forma de ser a voluntad, pudiendo ser el más leal servidor o el más vil de los tramposos según se le antojase. Por suerte para ambos, de momento se mantenía servicial. El monje le explicó de forma escueta sus avances, la desconfianza de la gente del poblado y la dirección que debían seguir en su próxima jornada. Para apaciguar la ira de su compañero le indicó que estaban muy cerca de la meta y que pronto cada cual podría seguir su camino. Satisfechos con la comida y con las buenas nuevas, pronto se vino el ocaso y el sueño se apoderó de la pareja.
Amanecieron pronto, antes que despuntaran los primeros rayos del Sol. Aprovecharían para marchar sin ser vistos, de incógnito hasta su nuevo destino a tan sólo unas pocas jornadas. Convencidos de encontrar allí su ansiado tesoro y dar por concluida la ardua búsqueda. El monje disimuló su rastro antes de partir con una rama seca, esparciendo las cenizas apagadas por entre los matojos circundantes y añadiendo algún detalle de hojarasca que disuadiera la curiosidad de algún viandante que se aventurara bosque adentro. Recogió los cuencos y anudó el hatillo para echárselo sobre el hombro, apretó contra su muslo la bolsita de arroz y calculó meditabundo las raciones necesarias hasta que volvieran a poder aprovisionarse. Asintió mudamente y empezó a andar seguido por su extraño amigo.
Días más tarde, después de haber acabado hasta el último grano de arroz y la esperanza de encontrar el lugar señalado, los dos quedaron atónitos y emocionados al descubrir tras unas colinas un majestuoso templo alzado sobre las inmediaciones de un lago. Se acercaron con sigilo hasta donde el monje creyó preciso continuar solo. Indicó a su acompañante que se quedara en la retaguardia, rezagado y evitando cualquier alarma en los habitantes del templo. El monje se recordó en sus años de contemplación en un templo parecido a aquel y un suspiró afloró a sus labios al tiempo que un anciano pelado de largas barbas blancas le tomaba por sorpresa a sus espaldas.
- Buen hombre... ¿qué puede hacer un anciano monje por usted? Veo que usa atuendo de servidor espiritual, ¿acaso busca asilo? – la suavidad con la que le hablaba el anciano calmó pronto el sobresalto que antes le pillara desprevenido.
- Querido maestro – pues pronto advirtió que no se trataba de un simple alumno ni de un monje cualquiera – vengo en busca de la Verdad.
- La Verdad se encuentra dentro de ti hijo mío, si en el templo que dejaste atrás no la encontraste... dudo que lo hagas en este. – Replicó con inocencia y ternura.
- Bien lo sé maestro, pero la Verdad que busco bien sé que se encuentra reflejada en los manuscritos originales que Buda dejara como legado. – Atajó de inmediato evitando la más mínima indirecta. El anciano se mostró algo incómodo y sus ojos parecieron abrirse para estudiar con detenimiento al extranjero.
- Un papel no podrá enseñarte nada nuevo... quédate si quieres para reponer fuerzas y marcha libre de seguir con tu búsqueda interior que tan desencaminada llevas cuando amanezca el nuevo día... – propuso con tono firme y condescendiente.
El monje asintió con cierto descontento intentando así ganar un poco más de tiempo. Estaría el tiempo suficiente para averiguar en que lugar del templo se hallaban los manuscritos. Entonces llamaría a aquel que le aguardaba a la intemperie y los robarían sin contemplaciones. Aquello exigía una dedicación que estaba por encima de sus normas espirituales y sus imposiciones como monje, ahora renegado y a hurtadillas por su religión. Durante la sobremesa no pudo sonsacar al anciano una palabra acerca de los escritos, pero algunos iniciados vanidosos, embebidos por el orgullo de saberse portadores de una valiosa información, no pudieron caer rendidos ante las adulaciones del monje y explicarle con detalle la ubicación de aquella sabiduría salvaguardada entre los muros del templo. Cuando todos se hubieron quedado dormidos, el monje se alzó en silencio y de puntillas se acercó a la ventana próxima donde su compañero le acompañaba. Le hizo un gesto y ambos se movieron en el filo de la noche, encaminados hacia el lugar que le señalaran los iniciados durante la cena. Al llegar a la habitación, aislada del resto y con un arcón en el centro como único mueble, se aproximaron decididos a desvelar los misterios de su filosofía. Abrieron lentamente el arcón de madera ribeteado con bellos grabados, babeando y con los ojos desencajados, ansiosos de descubrir el tesoro que en su interior debía guardarse. Una pila de manuscritos, viejos y arrugados, descansaban perfectamente dispuestos. Cuando los hubieron aprehendido y mientras vitoreaban en silencio su gran conquista, la luz de un candil les sorprendió en la retaguardia. Era el anciano. Mirándoles con cierto aire compasivo.
- No encontrareis lo que buscáis en esos papeles viejos... – dijo mientras acercaba la luz hacia ellos.
- ¿Tú qué sabrás... viejo? ¿Acaso no sabes quién me acompaña? – en el mismo momento en que se hubieron pronunciado estas palabras por el monje, ambos se dieron cuenta que sostenían páginas en blanco.
- Claro que lo sé, lo supe en el mismo momento en que te vi llegar Hiuna-tsang. – El anciano parecía sereno y confiado, apenado tal vez por aquella intromisión.
- ¿Cómo sabes mi nombre? – Añadió el monje con premura y cierto asombro.
- Todo el mundo sabe de quien se vale Hanuman para hacerle el trabajo sucio, ¿verdad? – dijo señalando con el candil al peludo acompañante. – Hola Hanuman...
- Maldito viejo... – replicó el dios mono.
- Llevas una eternidad persiguiendo una quimera, sin darte cuenta que el poder que encierra la sabiduría se pierde en el momento en que no se es sabio para aprender los verdaderos valores. Un ignorante como tú jamás podría aprender de las Nobles Verdades sin despojarse de la ambición y la malicia que te persiguen. Los manuscritos que con tanta ansia buscas no existen, las palabras que anhelas te sean desveladas para alcanzar una deidad superior no podrás hallarlas más que en el fondo de un corazón puro, libre de maldad... acunado por la más cristalina inocencia.
- Pero... no puede ser... – dijo Hanuman agarrando sus cabellos y tirando de ellos.
- Pero... – esputó el monje enmudecido.
- Así es, no hay nada. Esos manuscritos en blanco son la respuesta que andáis buscando, si tan importantes son para vosotros... podéis llevároslos – y entonces el anciano se dio la vuelta dejando al monje y el dios mono con los manuscritos en sus manos, aturdidos, abatidos por tal descubrimiento.
Ambos salieron sin mediar palabra del templo, de vacío y con el rostro compungido. Al llegar a la cima de la colina que antes les viera descender, ambos se separaron sin apenas mirarse, sin despedirse. Cada uno desapareció en la distancia del firmamento, siguiendo caminos opuestos, abrumados por su estupidez. Quizá ahora empezasen a buscar la verdadera sabiduría, no tendrían que caminar tanto. Pero les quedaba por recorrer un gran trecho interior. Sin duda apenas habían puesto un pie en el camino de la Verdad y la Sabiduría. Apenas lo habían puesto...
Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado |