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Nutrido de la abundancia que la pertenencia a una familia rica le procuraba, Siddhartha Gautama se sintió un día vacío. Rodeado de riquezas y confinado entre las paredes de palacio descubrió que aquello no tenía sentido alguno para él. Su corazón galopaba inquieto desde hacía algún tiempo, pero fue la visión que la vida le ofreció mientras caminaba por las lindes del majestuoso palacio la que le hizo cambiar su modo de pensar y observar aquello que le rodeaba. Fue así que horrorizado se encontró con cuatro hombres, aquellos que habrían de dar un cambio de sentido a su propia filosofía. Un mendigo arrodillado clamaba harapiento algo que comer, si acaso fuera un puñado de arroz; un enfermo lastimero que se mostraba afectado del dolor más inhumano; un anciano que apenas podía andar dos pasos sin echar mano de un bastón o sujetarse el costillar; y un muerto que yacía allí mismo en mitad de la calle, ignorado por los transeúntes que acelerados iban de un lado a otro. Fue esta la imagen que hizo que Siddhartha renunciase a la comodidad que en palacio disfrutaba y se marchara con tan sólo un hatillo como único equipaje, en busca de la verdad que tras esto se ocultaba. Descubrió el sufrimiento humano y con éste lo absurdo de su palaciega vida. Viajó por todo el país, dejando el hogar que le viera nacer. Del norte se dirigió a cada uno de los rincones que limitaban su patria en busca de la sabiduría. Fueron muchos los que afirmaron grandilocuentes ser poseedores de la verdad que él buscaba, pero todos resultaron ser unos farsantes que no buscaban más que ocultar su mendicidad bajo unas dosis de engaño, un trocito de sabiduría a cambio de unas monedas. Aludían muchos al conocimiento que directamente Brahma les había concedido por gracia divina haciendo uso de las viejas leyendas que le conferían a éste el título de Dios de la Creación, hacedor de la inteligencia, los principios elementales, la materia orgánica, los cuerpos inanimados, los animales, las divinidades y el hombre. Algunos incluso afirmaban que lo habían visto llegar con sus cuatro cabezas cabalgando sobre un ganso y, los más crédulos, babeaban pidiendo un poco de la iluminación que estos buscavidas proclamaban a los cuatro vientos poseer.

Siddhartha entonces decidió confinarse a una vida de ascetismo, sobreviviendo con la ingesta diaria de un solo grano de arroz como único alimento, pero esta experiencia, que no hizo más que conferir a su cuerpo el aspecto de un esqueleto viviente, no le satisfizo y le procuró una sabia lección: el ascetismo no conduce a la paz individual, sino que debilita sobremanera cuerpo y mente. Decidió pues que habría otro modo de encontrar la anhelada sabiduría y viendo una higuera se mantuvo sentado a su sombra y comenzó una profunda meditación. Fue allí, en el árbol de la sabiduría, que Gautama experimentó el estado de conciencia más elevado de dios, alcanzó la iluminación, el Nirvana. Vinieron a él como gotas de rocío en la mañana, frescas y límpidas imágenes de la sabiduría que el mundo contenía y entonces se percató que cuatro nobles Verdades alejaban al hombre del sufrimiento y el dolor. Supo así que la existencia de estas circunstancias constituía la primera de esas nobles Verdades y que el deseo era la segunda de ellas. Mas también concibió que la liberación del deseo suponía el final de todo sufrimiento y su extinción conllevaba la supresión total del mismo. Inundado de esta gran sabiduría no pudo contener las ganas de prodigarlo allá donde fuera, dando a conocer este sagrado mensaje a aquel que quisiera escuchar. Entonces las gentes lo llamaron Buda, el Iluminado. Y cada vez que alguien buscaba respuestas al dolor acudían a Siddhartha, atravesando el país como él hiciera antes y sentándose junto al Buda para meditar en comunión y comprender... comprender y liberarse de las cadenas a las que cada ser humano en su ignorancia vivía atado.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 74 visitantes. (0 votos)


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