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Arrodillado se lamentaba Apolo por la muerte de su amigo Jacinto. Las lágrimas del dios brotaban de su inconsolable rostro, apremiadas por el dolor del corazón. Había prometido enseñarle a tocar el laúd y a lanzar con arco, ahora todo aquello quedaría en el baúl de promesas incumplidas. Una y otra vez se preguntaba Apolo por el motivo de aquella burla del destino y por el causante de tal atrocidad. No sabía pues que Céfiro, dios del Viento del Oeste, acometido por unos irrefrenables celos hacía la relación que los dos amigos tenían, había dado muerte al joven Jacinto desviando la trayectoria del disco con el que jugaba y golpeando duramente la sien del chico. Nadie había sido testigo de tal acto y muchos fueron los que culparon a Apolo, su mejor amigo, de haber lanzado mal intencionadamente el disco con el que jugaban y, por error, haber matado a Jacinto. Nadie conocía del escondite que Céfiro ocupaba celoso unos pasos atrás, al abrigo del tronco de un árbol que le ocultara de su víctima. Qué desdicha la del joven dios al perder a un ser tan querido. Ahora Apolo recordaba con gran pesar su vida plena de despreocupación, plagada de juegos con ninfas y mortales, de erotismo producto de la intensa y constante búsqueda de placer inmediato. Incluso le vino a la mente la imagen de Dafne, aquella mujer que viera en el río y luego resultó ser una ninfa. Inexplicablemente le venían imágenes de aquella anécdota mientras lloraba sobre la tumba de Jacinto, como si una imagen pudiera borrar el dolor de la muerte del bello espartano. Dafne acostumbraba a vagar por aquellos solitarios pasajes y no encontraba mayor diversión que la de cubrirse con las pieles de los animales que abatía con sus flechas. Fue entonces que Apolo la vio y quiso acercarse a ella, pero Dafne no tardó en huir presurosa. Cuando el dios estuvo a punto de darle alcance, la ninfa se arrojó a la colorida floresta junto a la cacera de un regadío cercano y exclamó con pesadumbre: ¡Oh, tierra, acógeme en tu seno, sálvame! Al recitar esta frase, como una invocación a la madre naturaleza, su cuerpo empezó a mutar, miscible con aquello que le rodeaba. Sus miembros se distendieron como por la muerte atenazados, sus cabellos se transformaron en hojarasca inmediatamente, sus brazos ahora eran largas ramas como horquillas, sus pies enraizaron, hundiéndose en la tierra mojada y su cabeza se convirtió en la frondosa copa de un árbol. |
Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 94 visitantes. (0 votos)
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