- ¡No se te ocurra pisarla! – anunció una voz potente al tiempo que Alberto se disponía a descargar la suela del zapato sobre el bicho.
- ¿Por qué? Si es asquerosa... – Aún con el pie en alto, apuntando con malicia al cuerpecito de la octópoda, mientras ésta escapaba rápidamente ajena a lo que se le venía encima.
- Espera... te contaré algo... si luego de oírlo persistes en tu homicidio, serás libre de actuar como te plazca, ¿de acuerdo? – Dijo Emilio ladeando la cabeza en espera de haber convencido al chaval, más cachano que angelical.
- Vale, venga... a ver... – dijo resignado.
- Hace mucho tiempo... – comenzó Emilio con aire de misterio.
- Pero bueno... ¿esto qué es? – Esputó Alberto algo airado.
- Espera y verás, no seas impaciente... – Intentando calmarlo.
- Veeeeeenga... – y exhaló un bufido de renovada resignación.
- Hace mucho tiempo, muy cerca del Mar Egeo, allá en la Antigua Grecia, vivía en la ciudad de Colofón una mujer muy diestra en el arte del bordado. Tal era su destreza que recibía visitas de todo el mundo para admirar su laboriosa obra y deleitarse con el placer de tal exquisito arte. En aquel tiempo esta mujer aún era una muchacha tan joven como tú y, desde luego, tenía un talante parecido. Rebelde e insensata por estas cosas que aún no le había traído la madurez, un día lanzó un desafío a la mismísima Atenea y surgió la competición por ver quién sería mejor tejedora.
- Vale, ¿ya? Ya me da igual la araña, me quiero ir... – dijo Alberto distraído y consumido por la impaciencia.
- Aún no, espera... – apuntó dócilmente Emilio – Las dos tejieron maravillosas obras dignas de los más altos dioses que en aquel tiempo se veneraban. La creación de la diosa Atenea era bastante perfecta, con bellos repuntes y trazos de colorido sin par, de un tacto exquisito e inigualable. Pero, sin duda, la obra tejida por la joven no tenía nada que envidiar en absoluto a la de la diosa y no reflejaba ni un solo atisbo de imperfección que pudiera arrojarla al ocaso de los perdedores. Si bien ambas habían reflejado la magnificencia de los dioses del Olimpo, la representación de la muchacha era especialmente bella, pues mostraba a Zeus omnipotente y la lluvia de oro que le acompañaba, dándole un realce primoroso entre la divina floresta. Corroída por la envidia, Atenea destrozó por completo el telar de su competidora, dejándola atrapada entre sus hilos y a punto de morir estrangulada por su propia creación. Entonces Atenea se compadeció de ella y la salvó de tal desenlace mortal dándole una nueva forma, que conserva hasta nuestros días.
- ¿Qué tiene eso que ver con la araña que iba a pisar? – dijo Alberto con un asomo de indignación.
- Atenea convirtió a la muchacha en araña para que pudiese seguir hilando por el resto de sus días. La joven se llamaba Aracne, de ahí que todos sus descendientes sean los arácnidos. – Y como un prestidigitador que recién acaba su espectáculo, abre las manos en espera de una ovación.
- Bah... tonterías... me voy... – Alberto se dispuso a marcharse sin más mientras apuntaba como despedida – total... la araña ya se ha ido...
- Pero... – Emilio quedó inmóvil, atolondrado por lo dislate de la situación. Y como si de un nema se tratase, resolvió sellar aquella anécdota con una última frase que cada día se repetía con más frecuencia en su entorno habitual como profesor de secundaria. – Esta juventud de hoy en día...
Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado |