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Cuando el gran diluvio alcanzó tierras ecuatorianas provocando un terrible deceso en todo su vasto territorio, dos hermanos, opuestos en sexo, consiguieron encaramarse a la cima de una montaña que retaba a las aguas con sorna, creciendo hacia el cielo cada vez que la lluvia amenazaba con engullir aquel montículo térreo que mágicamente escapaba de su destino. Los hermanos contentos de sentirse a salvo encontraron una pequeña cueva en la que refugiarse del temporal y allí encamaron sus cuerpos en el duro suelo a la espera de sentirse libres de ocupar nuevamente las tierras que bajo el fondo ahora se encontraban. Sucedió que pronto los hermanos sintieron hambre y se lamentaban hurgando en los más insólitos rincones del poco espacio que la cima montañosa poseía. A los pocos días, la lluvia cesó, pero habría de pasar un tiempo hasta que la tierra hiciese menguar el nivel del agua y pudiesen volver. El hambre acechaba con más fuerza a cada día que pasaba. Una mañana la joven muchacha despertó a su hermano henchida de alegría y sobresaltada como nunca la hubiera visto antes.

- ¡Despierta! ¡Despierta! – Apremiaba a su hermano zarandeándolo del hombro, extrayéndolo a empujones del sueño en el que se mecía.
- ¿Qué pasa? Déjame dormir... es mejor que pensar en comer... – decía con los ojos entornados e intentando desprenderse de la algarabía que su hermana había organizado en poco tiempo.
- ¡Ven, ven! ¡Hay comida! – Fue decir esto y consiguió desvelar de inmediato a su hermano que ejecutó un salto digno de una gran rana.
- ¡No bromees! ¿Dónde, dónde? – Y siguió a su hermana mientras la boca se le llenaba de saliva.

Cuando entraron en aquella pequeña concavidad muy cerca de la cueva en donde se refugiaban, los ojos se les encendieron y no pudieron reprimir el abalanzarse desquiciados sobre la comida que habían encontrado perfectamente dispuesta sobre un mantel de hojas frescas repleto de frutas, carne, maíz y todos los alimentos que soñaran en sus días de hambruna. Se tiraron al suelo y empezaron a comer con ansia hasta que hubieron quedado empachados. Una vez plenarios, satisfechos, se miraron y empezaron a surgir las preguntas que no se hicieran anteriormente poseídos por el ansía de engullir. Quién o quiénes habían dispuesto aquellos alimentos allí constituía un gran misterio para ambos. Cada día desde aquel, encontraban la misma disposición de alimentos. Decidieron pues que necesitaban saber de su procedencia para profesar su agradecimiento a aquel que lo mereciese. Fue entonces que lo mejor para llegar a cumplir su plan debía ser esperar agazapados entre las sombras la llegada de los manjares. Su curiosidad no fue tardíamente resuelta y aquellos que les estaban alimentando y salvando de una muerte segura aparecieron por entre las nubes. Eran unos hermosos guacamayos disfrazados de hombres. Los muchachos sorprendidos salieron a su encuentro pero en lugar de dar muestras de agradecimiento, no hicieron otra cosa que burlarse del aspecto que sus salvadores ofrecían. Sus mazorrales risas hirieron profundamente a estos animales que con tan buen corazón intentaban ayudarles, así que éstos se llevaron la comida y decidieron no volver.

En ese mismo instante, los niños comprendieron lo perverso de su propia actuación y lo ingrato de su burla. Habían desdeñado a aquellos que les salvaran y su arrogancia y estupidez habían provocado el regreso de su agónica situación a la espera de la muerte por inanición. Estuvieron durante todo el día y toda la noche suplicando a voz en grito, clamando al cielo, miles de disculpas que se desprendían de sus gargantas como cuchillas. Se desgañitaron hasta casi perder la voz. Se arrodillaron y lloraron bajo el lamento de su ignorancia y crueldad. Los loros que hubieron escuchado los sollozos de los hermanos decidieron mostrarse compasivos y perdonarles, pues el amor todo lo puede. Volvieron pues a la cima y aceptaron sus disculpas.

En el tiempo que las aguas descendían hasta recuperar su cauce normal, los hermanos se hicieron grandes amigos de los guacamayos. Una vez llegado el momento de volver a sus cabañas allá abajo en el valle, los hermanos quisieron que una de las aves les acompañara y viviera con ellos, mas su sorpresa se hizo grata cuando al bajar la montaña se encontraron que los loros les siguieron y al llegar al valle se convirtieron en hermosos y alegres seres humanos.

Hoy aún hay ancianos que cuentan esta historia y la concluyen susurrando un secreto al oído de los jóvenes que acuden a escucharles. Como un siseo les desvelan que aquellos misteriosos loros fueron dioses de las antiguas selvas y que sus descendientes recibieron sus virtudes y poderes benéficos de generación en generación. Muchos recuerdan a sus abuelos contando esta historia una y otra vez con una amplia sonrisa y la mirada perdida en el infinito, como intentando recordar aquello que una eternidad atrás aconteciera. Algunos incluso se quedan boquiabiertos cuando, al crecer, se estremecen pensando en aquella pluma roja y verde que alguna vez encontraron bajo las sábanas de su anciano abuelo.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 382 visitantes. (0 votos)


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