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El Nifleheim era el mundo más bajo, el del frío, el de las sempiternas tinieblas y, como en un cubículo, allí era donde Aurgelmir, el primer gigante de hielo del que procedieran todas las estirpes, moraba con murria. Su nacimiento de las gotas derretidas por el calor de las proximidades del Muspellheim, hicieron de él un hombre gélido y al tiempo con un interior ardiente, pero en él sólo veían al gran ser que reinaba en aquellas tierras.

Aurgelmir paseaba con frecuencia entre las tinieblas de su mundo, abatido y con cierto resquemor por la tristeza que se respiraba en cada uno de los rincones de aquel lugar. No con poca frecuencia, se acercaba a la fuente, a Hvergelmer y tentaba a Nidhug, la serpiente que habitaba en ella, con su inusitada presencia. La fuente estaba situada justo en el cenit del Nifleheim y de sus aguas o de alguno de los ríos o afluentes que de ellas se propagase, se suponía que había sido engendrado él. Todos le miraban con incomprensible admiración, ¿qué había hecho él más que nacer? Su aspecto era temible, su frialdad externa no era más que un caparazón que ocultaba el calor que latía en su pecho bajo la desazón de tener que verse recluido en un mundo al cual, sentía, no pertenecía. Nidhug le miraba desde el fondo de la fuente y, de vez en cuando, veía la pena en los ojos del gigante y asomaba la puntiaguda cabeza viperina para que este se aplacara acariciando la suave piel del reptil. Realmente esto apaciguaba su hastío al tiempo que a Nidhug le embargaba una gran fruición. Aurgelmir soñaba despierto, presa del aburrimiento y sus anhelos, con la apercepción infinita de su propio ser. Ansiaba desprenderse de aquella cárcel, su cuerpo y su mundo, y volar por entre sus rejas hacia la felicidad que allí le era vetada. Como estandarte del Nifleheim debía ser un hombre despiadado, cruel... y saciar con sangre ajena la sed que sus airados congéneres profesaban en todo momento. A veces lo hacía, no tenía más remedio, era su deber, pero otras... otras simplemente se escondía entre las montañas de nieve envenenada y pasaba horas recostado con la mirada perdida en el firmamento. Luego volvía untado con su propia sangre y aventuraba alguna falsa hazaña que acallase el tumulto y pudiese dar descanso al guerrero. Recordaba entonces los versos de los Eddas y entristecía más aún, pues los prejuicios le precedían allá donde iba. A veces los recitaba bien alto para acabar enjugándose los ojos con las manos, pequeñas lágrimas congeladas se estrellaban tintineando contra el suelo. Cantaba y cantaba con tristeza...


De Elivágar saltaron pútridas gotas;
Crecieron formando al gigante;
Provienen de allá nuestras gentes todas,
Por eso son siempre tan malas...



Aurgelmir consideraba injusto verse sometido a tales cadenas, a las letras que de él se cantaban con dureza y odio... pero nadie caía en la cuenta, nadie miraba más allá de su tosca apariencia y veía quien era en realidad. Nadie recordaba que cuando fue engendrado lo hizo siendo Ymir, el mellizo, y que su nombre cambió simplemente para ocultar su verdadera naturaleza. Su nombre originario no era fruto de la casualidad que recayese sobre su persona, ni mucho menos. Era mellizo del mal que envenenaba con su espuma las lindes del Nifleheim y también lo era de los límites demoníacos del Muspellheim que derretían las fronteras del reino congelado. Pero solamente Aurgelmir era conocedor de un gran secreto que había mantenido oculto desde que tuviese conciencia de la presión social que sobre él se ejercía. Como mellizo, había sido creado en el antagonismo, había adquirido la parte inversa de aquello que le rodeaba y no podía más que ocultarse bajo la forma que la divina creación le había otorgado. Tal era su desgracia, la de ser diferente y no poder gritarlo abiertamente, porque de buen grado sabía que era el único con tal talante. A veces sentía envidia de los demás, seguros de su condición maligna. Envidiaba su despreocupación constante, su malévola euforia. Aurgelmir sabía que nunca podría ser, nunca podría salir de aquel mundo. Si ponía un solo pie fuera del Nifleheim se derretiría al instante, pues ninguno de los otros mundos poseía las bajas temperaturas a las que estaban acostumbrados allí, solamente en algunas de las zonas del Midgard podría estar por cortos periodos de tiempo. Confinado entre aquellos muros de hielo a una eternidad de dolor y sufrimiento no podría más que acatar el papel que le tocaba y resignarse ante su vida inmisericorde. Quizá algún día, se planteaba como posibilidad, se descubriera ante aquellos que le veneraban y mostrase su verdadero rostro. Pero hoy... hoy seguiría paseando entre el hielo, visitando Hvergelmer, el caldero rugiente, y a Nidhug, su única cómplice. Seguiría apagando su lamento y fingiendo ser un hombre de hielo fuerte, cruel y despiadado. Lo seguiría haciendo, al menos, hasta que el calor de su corazón fuese tan intenso que derritiese esa estúpida coraza que llevaba a todas partes consigo y hacía de él algo que no era.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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