Veía acercarse el final de los tiempos, el Ragnarok estaba cerca. Ratastok, la ardilla que hacía correr los rumores y chismorreos por entre las raíces del Yggdrasil, había corrido la voz por los nueve mundos y él había sido uno de los primeros en recibir la noticia. El árbol cósmico era un fresno de largas raíces que albergaba los mundos de la creación y en su estructura ramificada algunos animales iban y venían con su porte mágico mezclándose entre los reinos, cabalgando sobre las noticias que traían, a veces buenas, otras no tanto. En esta ocasión aquella maldita ardilla metomentodo le había sacado de sus cabales cuando le gritara advirtiéndole desde lo alto de una rama. Su aire de sorna y desdén le habían enfurecido. Pero la noticia en sí había traído consigo una confusa neblina triste que opacaba su ira. Entonces Surtr dejó de forjar el hacha que había ocupado sus últimos minutos y se sentó consternado en un tocón de madera. Las brasas refulgían emitiendo chispazos, apremiaban al herrero a seguir con su trabajo, pero él sabía que ahora solamente debía dedicar su tiempo a una sola cosa y se levantó con resignación para ponerse manos a la obra. Buscó el mejor acero, lo tenía escondido en uno de los arcones de la entrada, oculto por una lona. Era un acero especial, mágico, con propiedades diamantinas. Extraído del vientre de la madre tierra en el origen de su formación había de ser forjado con un fuego especial. Surtr realizó en aquel momento un sortilegio y la llama que moraba lánguidamente en el centro mismo de la herrería se volvió de un azul eléctrico. Se acordó entonces del día en que fuera forjado el martillo de Thor y procuró que el acto que a continuación se disponía a desarrollar fuese como mínimo de tal envergadura, debía serlo sin más remedio. Así estaba escrito en los Eddas y así era que el Ragnarok, el destino de los dioses, tenía los días contando ya hacía atrás con sigilo y rapidez. Como una víbora, el tiempo llegaba a su fin.
Surtr comenzó la forja del arma y aquellos que pasaban delante de su obrador lo veían día y noche sin descanso, calentando, golpeando y enfriando. Los golpes se oían como un pequeño tintineo que delataban la suma delicadeza del herrero haciendo el más fino trabajo de orfebrería, más digno de un joyero que de alguien con tal basteza. Así siete días y siete noches pasaron hasta que el acero tomó la forma que debía y la pedrería y metales nobles acuñaron los detalles finales de la obra de arte. Aquella espada era merecedora del porte de un dios, pues no podía ser de otra manera. Agotado por el insomnio forzado, Surtr decidió entonces dormir a la espera del aclamado día y así fortalecer su estado físico y mental. Durante días nadie lo vio caminando por el valle, ni visitando la taberna. Nadie habló con él, pero todos conocían el tamaño de sus preocupaciones y callaban incluso cuando despertó. Silencioso lo veían deambular por entre las paredes abiertas de la herrería, luego de preparar una bella armadura plateada. El día se acercaba irremisiblemente, él no quería que llegara, no se creía preparado para todo lo que acontecería, pero sobre todo no deseaba estar allí. Estaba enormemente preocupado por lo que se avecinaba.
Él vivía en el Muspellheim, el más elevado de los nueve mundos que recorría el Yggdrasil. Allí residían los gigantes del fuego y los demonios ígneos. Surtr era el más poderoso de estos demonios y de esta parte del mundo, era el demonio herrero de la desgracia. Pero en su interior, aún siendo un demonio, tenía sentimientos que eran contradictorios y que aplacaban el fuego de todo aquel lugar que le rodeaba. El papel que desempeñaría en el Ragnarok le abrumaba pues no quería ser portador de tal desgracia, ni tampoco intervenir en la venida de aquel desequilibrio. Surtr solamente quería estar allí, en su mundo, alejado de todo y sin contratiempos. Disfrutando de su ígnea existencia, del fuego que consumía aquellas tierras con extrema calidez, con exquisita candencia. Pronto llegaría el invierno, el Fimbulvetr y ese sería el comienzo del fin del mundo, el primero de los copos de nieve anunciaría el fin de todo. Habría entonces inmensas nevadas, hielos y vientos gélidos en todas direcciones, ocupando cada rincón del mundo. Pasarían tres inviernos sin verano y el Sol no podría aplacar las heladas, el mundo se sumiría en grandes batallas y los hermanos se matarían entre sí. Los lobos que perseguían los carros del Sol y la Luna los alcanzarían y devorarían y las estrellas caerían de los cielos. Este será el comienzo, pero cientos de desgracias más acontecerán y gran parte de los dioses morirán. Todo quedará derruido y la armonía que reinaba hasta ahora quedará totalmente truncada. Incluso el Yggdrasil temblará oprimido por el yugo de los acontecimientos y no habrá nadie que no sea invadido por el miedo.
Todo esto apenaba y asustaba ciertamente a Surtr, pero había una cosa, una sobre todas las demás que era la que principalmente le preocupaba. Algo que había estado esperando y temiendo desde que sus flamígeros pies caminaran por vez primera sobre el Muspellheim. A pesar de su grandeza, de su fornida complexión y su aterradora apariencia demoníaca, Surtr tenía miedo, estaba aterrado. Los Eddas hablaban de él y del fin del mundo. Su destino se encontraba manchando de tinta aquellas páginas sagradas, eso era lo que colmaba de desazón al demonio. Él viviría todas y cada una de las atroces barbaridades del Ragnarok hasta su fin, entonces... entonces él sería quien habría de luchar contra el único dios superviviente del Ragnarok. Ese sería su destino, lo sabía e intentaba aceptarlo.
Enfundado en su armadura, incendiado en llamas y con la espada clavada entre sus rodillas, permanecía sentado en el exterior de aquel que fuera su obrador. La última forja era aquella espada hundida en el suelo frente a él. La cabeza descansaba sobre la empuñadura bien agarrada por ambas manos, un copo de nieve cayó sobre su cabeza. Levantó la mirada sabiendo que el principio del fin había llegado. Sus ojos enrojecieron. Era el momento.
Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado |