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Adormecido por el liviano resplandor de la Luna, con esa cara entristecida reflejada entre las grietas de sus grises concavidades, Ulises aguardaba la llegada a tierra. Muchas eran las jornadas que le mantenían en el mar y, aunque aún conservaba de pleno a su tripulación, los víveres y el ánimo escaseaban. Ulises temía una posible sublevación, un motín inesperado y aún así confiaba en sus hombres. A lo lejos, uno de los marineros había visto aves revoloteando y no pudo más que emocionarse con la idea de que pronto verían algún penacho sobresaliendo por entre las aguas, pues era indicio inequívoco de costa a pocas millas. Eso sucedió durante la tarde, justo mientras los últimos rayos de sol bañaban el entarimado de la nao y aún no había acontecido nada que les hiciera hopear, como zorros en cacería. Muchos eran los nombres por los que se le conocía en torno a los siete mares y los cuatro puntos cardinales, Odiseo era uno de los más comunes. Pero en aquel barco solamente atendía a uno y ese era el que portaba de puerto a puerto, aquel que con más orgullo llevaba como capitán mercante y al que sus marinos se referían con honor, aquel que inspirara cientos de historias, Ulises.

Al despertar el día con las primeras volutas de luminiscencia rebotando en mástiles y velas, en argollas y cabos, todos comenzaron con animosa prontitud. Cada nuevo día les traía renovados ánimos y renacía con ellos, la esperanza de encontrar tierra a la vista antes que acabara aquella jornada. El vigía ascendió como un macaco con agilidad. El catalejo en el cinto. La cara del muchacho se iluminó repentinamente, como al descubrimiento del secreto oculto de un códice mágico, en cierto modo aquello no le habría nada de envidiar, y empezó a gritar con fuerza.

- ¡Tierra!¡Tierra! ¡Ulises, se ve tierra! ¡Allí, al noreste! – La alegría propició unos saltitos y un pequeño baile ritual en lo alto de la diminuta torre de madera. Bajó deslizándose como una gota de agua, sigiloso y veloz.

Ulises tomó el catalejo y lo extendió con un extremo pegado a su ojo derecho, oteó con lentitud y asintió. Todos se mantenían expectantes. Su capitán sonrió mientras cerraba el instrumento con energía y firmeza.

- Efectivamente, es tierra firme. – Y se deleitó viendo a su tripulación gritar y danzar de alegría.

Volvió a extender el catalejo para calcular el rumbo y la distancia. Fue entonces cuando vio unas extrañas aves revoloteando cerca de la costa, en un pequeño saliente rocoso entre la playa y el mar abierto. Calculaba tendrían el tamaño de un hombre y pudo apreciar su rara morfología compuesta por cuerpo de ave y rostro de mujer. Sirenas pensó al instante. Se acordó de Circe y su consejo antes de partir. El júbilo que se vivía en la nave cesó de forma repentina por orden del capitán y prestos procedieron todos a taponar sus oídos con cera. Seguidamente Ulises había dispuesto que se le atara al mástil central con fuerza, impidiéndole cualquier movimiento o intento de huida. Pronto una melodía maravillosa empezó a escucharse y Ulises se estremeció. Una profunda sensación de necesidad por seguir aquel canto le hizo retorcerse en el mástil, intentó desatarse y escapar, escapar con aquella música sublime y lanzarse a las aguas de aquel mar profundo y azul. Las aves se acercaron al barco y se posaron, los marineros asustados confiaban en la sabiduría de su capitán y permanecieron con firme impasibilidad. Ulises sufría, pero bien recordaba las palabras de Circe y las leyendas que giraban en torno a las Sirenas. Si cualquier hombre oía el canto de una Sirena se veía arrastrado hacia el mar, se arrojaba a sus aguas y perecía al instante, esta era la fechoría que las Sirenas perseguían con sus espléndidas baladas. Su seducción musical era muy potente, pero también sabían que si alguien soportaba el canto de una Sirena sin morir, una de ellas sería la que perecería. Ulises sólo conocía de alguien que lo hubiera conseguido y ese fue Orfeo, al frente de los argonautas, que al oír avecinarse el canto de estas pécoras emprendió su mimesis y cantó igual que lo hiciera una de ellas, con tanta hermosura que su tripulación quedó seducida por la voz de Orfeo que obnubilaba la de las Sirenas.

Ulises se mantuvo a oído descubierto todo el tiempo que duró la cantiga marina y cuando hubo terminado un apagado grito sonó a lo lejos. Una Sirena murió al instante. Un revoloteo tumultuoso cerca de las costas de aquel paraje que ya no se encontraba tan lejos avisó a Ulises que el cuerpo de una de aquellas maliciosas víboras del alma yacía muerta. A cada poco el agua salina arropaba las alas caídas del ave en un vaivén constante, la espuma mojaba su rostro y el del resto de ellas se bañaba en lágrimas, tan poco acostumbradas al brote como a la muerte. Dejaron que los marineros pasaran de largo, no sin antes abastecerse de los víveres que dispusieran aquellas costas. Ulises y los suyos emprendieron la marcha a casa, primera misión que perseguían desde hacía mucho, pero antes asistieron al decoroso funeral de Parténope, la Sirena fallecida. Aunque pudiera parecer de cierta indelicadeza, todos y cada uno de los tripulantes, incluido su capitán, mostraron sus respetos y condolencias antes de partir.

Parténope fue enterrada allí mismo donde pereció. Posteriormente se erigió un templo que la honraba con grandeza y recordaba a sus hermanas la gran pérdida. Dice la leyenda que alrededor del templo se formó un pueblo y que este fue llamado Parténope en honor a la Sirena muerta a manos de Ulises. La historia se fue difuminando a la par que el pueblo crecía y, con el tiempo, aquel poblado se convirtió en ciudad y su nombre original se perdió como una bruma, dando paso al que hoy día pervive, Nápoles.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 109 visitantes. (0 votos)


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